Cada buena acción que realizamos deja una huella invisible en el ADN del universo. Cada gesto de bondad, cada acto desinteresado, crea una energía, un ángel.
Esa energía toma forma en las personas que aparecen en nuestra vida para iluminarnos, levantarnos y tendernos la mano cuando más lo necesitamos. Son nuestra familia, nuestros amigos, esos desconocidos que actúan sin esperar nada a cambio. Pero ¿y si tú ya has sido ese ángel para alguien?
En Hebrón, dos soldados patrullaban las calles cuando un disparo rompió el silencio. Uno de ellos reaccionó al instante: “¿De dónde viene?”, preguntó, alerta. “En Hebrón siempre disparan“, respondió el otro, restando importancia. No vale la pena averiguar. Pero el primer soldado no pudo quedarse quieto. Algo en su interior lo impulsaba a actuar.
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Sin pensarlo dos veces, comenzó a correr, ignorando las advertencias de su compañero. Mientras avanzaba, el otro gritaba: “¡No vayas! ¡Es peligroso! ¡Hebrón está lleno de terroristas!”. A unas cuadras, encontró a un soldado israelí tirado en el suelo, cubierto de sangre. Sin dudarlo, lo levantó y corrió con él en brazos hasta encontrar un auto. Lo subió y lo llevó al hospital.
Al llegar, esperó a que los médicos contactaran a los padres del herido y, sin buscar aplausos, reconocimientos ni medallas, desapareció. Solo hizo lo que su corazón le dictaba.
Los padres del soldado herido llegaron al hospital desesperados. Gracias a Dios, los doctores lograron estabilizarlo. Poco a poco, el joven comenzó a recuperarse. Pero una vez superada la angustia, los padres tenían una nueva misión: encontrar al héroe que había salvado a su hijo.
Sin embargo, nadie sabía nada. Sin otra opción, decidieron colgar un cartel en su minimercado: “A quien salvó la vida de nuestro hijo: queremos darte un abrazo y un gracias. Si alguien sabe algo, por favor, ayúdennos a encontrarlo”.
Pasaron semanas sin respuesta. Hasta que un día, un hombre entró al mercado, vio el cartel y se acercó a los dueños:
– Yo sé quién es el soldado– dijo. Yo estaba con él aquella noche. Si hubiera sido por mí, tu hijo no estaría vivo. Le dije que no se preocupara, que en Hebrón siempre disparan. Pero él no me escuchó. Corrió sin detenerse, sin miedo. Es humilde. No quiere reconocimiento, pero… hablaré con él. Denme un día.
Al día siguiente, el hombre regresó acompañado por el soldado. Apenas lo vieron, los padres del herido lo reconocieron. Corrieron a abrazarlo, a agradecerle entre lágrimas: “¡Gracias! ¡Gracias por salvar la vida de nuestro hijo!” El soldado, incómodo y avergonzado, bajó la mirada y expresó: “No hice nada especial. Solo cumplí con mi deber. Pero, si me permiten, quiero contarles algo”.
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El ambiente se llenó de un silencio expectante. El soldado respiró hondo y comenzó con relato. “Hace muchos años, había una pareja joven. El hombre no tenía trabajo. Luchaban cada día por sobrevivir. El dueño de un mercado le preguntó al hombre cuándo iban a tener hijos. ¿Cómo voy a tener un hijo si no tenemos para comer? le respondió abatido. Pero el dueño del mercado insistió: Ten ese hijo. Un niño trae bendiciones al mundo. Yo te ayudaré. Por cada día que ese niño viva, te daré toda la comida que necesites hasta que consigas un trabajo. Y así fue. La esposa tuvo al bebé, y el dueño del mercado cumplió su promesa. Durante meses, les dio arroz, azúcar, leche, pan… hasta que el hombre consiguió empleo y pudo sostener a su familia”, el orador hizo una pausa.
Los padres lo miraban con asombro, con los ojos llenos de lágrimas. Entonces, retomó el relato previo a un respiro bien profundo y mirando al dueño del mercado:
– Esa pareja eran mis padres. Yo era ese niño. Y tú, tú eras el dueño del mercado. Tú fuiste un ángel para mi familia. Tú hiciste posible que yo naciera. Y hoy, sin saberlo, creaste al ángel que salvaría a tu propio hijo.
El dueño del mercado rompió en llanto. En ese instante, entendió que cuando extendemos la mano a alguien, estamos sembrando las semillas de nuestro propio milagro.
Cuando reímos, creamos ángeles de risas. Cuando nos enojamos, lanzamos al universo ondas que inevitablemente regresan. Hay cosas que no podemos ver con los ojos, pero son las energías que mueven el mundo.
La cuenta la pagan los nietos
En hebreo, la palabra para dar es natan, un palíndromo que se lee igual de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. ¿Por qué? Porque lo que das, de una forma u otra, regresa a ti.
Lo mismo ocurre con las palabras creación y reacción, que comparten las mismas letras, recordándonos que lo que creamos, lo que hacemos, genera una reacción hacia nosotros.
Y aquí es donde entra la tontera humana más grande: pensar que podemos sembrar una cosa y cosechar otra. En el mundo de la agricultura, sería una locura plantar semillas de tomate y esperar naranjas. Solo puede florecer lo que uno siembra.
Entonces, ¿por qué somos tan ingenuos al pensar que podemos sembrar odio y recibir amor? ¿Sembrar miedo y recibir paz? Lo que siembras es lo único que podrás cosechar. Eso mismo, y en abundancia.
Por eso, presta atención: ¿Qué estás sembrando en el universo? ¿Quejas, enojos, envidias? ¿O amor, gratitud, compasión y paciencia? Cuando siembras bondad sin esperar nada a cambio, el destino se encarga de devolvértela en el momento más inesperado.
Porque como dice un antiguo proverbio: “El eco de tus acciones siempre encuentra el camino de regreso”.
Que tengas un hermoso fin de semana.
(*) Rafael Jashes – Rabino