Pedro Pablo Opeka nació el 29 de junio de 1948 en San Martín, provincia de Buenos Aires, pero su corazón desde hace más de 50 años late en Madagascar. Hijo de refugiados eslovenos, desde siempre fue mucho más que un hombre común. Ya como padre, en plena misión, a fuerza de fe, trabajo y una visión inquebrantable, logró que miles de desheredados abandonaran la miseria extrema para convertirse en protagonistas de sus propias vidas. Su obra monumental, Akamasoa, es hoy un faro de humanidad que deslumbra al mundo.
Desde pequeño, Pedro aprendió el peso de la responsabilidad. Con apenas nueve años ya trabajaba como albañil junto a su padre, quien le enseñó el oficio desde pequeño. A los doce, ya era capaz de levantar y revocar paredes. Pero su vocación de servicio no tardaría en imponerse.
Tras experiencias pastorales con pueblos originarios en Argentina, ingresó a los 18 años al seminario de los Padres Vicentinos, en Belén de Escobar. Allí estudió filosofía y teología en el Colegio Máximo de San Miguel, donde tuvo como profesor nada menos que a Jorge Bergoglio, el futuro Papa Francisco. En charla exclusiva con NOTICIAS, recuerda: “En el año 1968, de marzo a julio, en la Facultad de Filosofía y Teología de San Miguel, Bergoglio me enseñó Introducción a la Filosofía. Ahí fue mi profesor. Todavía él no era sacerdote y yo salí de Argentina en agosto de ese mismo año. Después yo, estando fuera de Argentina, lo perdí de vista, hasta el día que asume como Papa, que me invita una familia italiana a su asunción. Me lo volví a encontrar en Casa Santa Marta y ahí le dije: ‘Santo Padre, usted fue mi profesor hace 50 y pico de años’. Así retomamos el diálogo y después me recibió varias veces más en el Vaticano.
Travesía. El Padre Pedro dejó la Argentina rumbo a Madagascar el 20 de agosto de 1968. Hasta ese entonces un país desconocido y herido, donde escribiría una de las historias más extraordinarias de nuestro tiempo. “Mi partida no fue una huida -admite-, fue una aventura humana y espiritual”. El mayor reconocimiento del padre Pedro hoy es la construcción de una ciudad que tiene el nombre Akamasoa, que en malgache significa “buenos amigos”. En 1989, era un basurero infectado de la zona Andralanitra, pero allí, en ese infierno de deshechos donde miles de familias buscaban alimentos junto a perros y cerdos para sobrevivir, forjó su lugar en el mundo y el cual le valió el reconocimiento y elogio global. “Akamasoa no es un lugar físico, es un estado de espíritu. Es servir al hermano, al niño, al anciano. Es no encerrarse en sí mismo ni ser insensible al amor y la compasión”, asegura el cura que sigue viviendo en Madagascar desde 1976.
Con la ayuda de benefactores de todo el mundo, Akamasoa se convirtió en una verdadera ciudad: 22 barrios, cinco mil casas, hospitales, farmacias, escuelas de todos los niveles, una universidad, cementerios, campos deportivos, talleres de oficios y hasta una catedral en una cantera de granito excavada a mano, sin un centavo de ayuda estatal. “Más de 21 mil niños hoy van hoy a la escuela y antes casi todos mendigaban en la ciudad y en las calles de la capital. Y sus padres que antes estaban en el basurero, hoy trabajan. Hemos creado más de 3.000 empleos y cada uno al fin de la semana recibe una ayuda porque trabaja para la Comunidad. Aquí vienen turistas a ver nuestros pueblos que hoy son limpios, con casas bonitas y nadie les pide nada”, dice.
El corazón de la comunidad son sus reglas: el Dina, una serie de normas de convivencia basadas en el respeto, el trabajo y la solidaridad.
Visita papal. El 8 de septiembre de 2019, Akamasoa recibió una visita histórica. Francisco, muy cercano al padre Pedro, llegó en su papamóvil, recorrió la región y bendijo la ciudad. Ambos pronunciaron discursos emotivos y se mostraron muy cercanos en sus pensamientos. “Este era un lugar de sufrimiento y exclusión -dijo el padre esa recordada tarde-, y hoy es un oasis de esperanza. Aquí, la pobreza extrema fue erradicada gracias a la fe, el trabajo, la educación, la disciplina y el respeto”. Francisco, profundamente conmovido, reconoció: “La pobreza no es una fatalidad. Akamasoa demuestra que, con fe y obras, es posible trasladar montañas”.
La obra de Pedro Opeka ha sido reconocida en el mundo entero. Francia le otorgó la Legión de Honor, Madagascar lo distinguió con la Gran Cruz de la Orden Nacional, Bélgica lo honró con un Doctorado Honoris Causa, y fue nominado varias veces al Premio Nobel de la Paz, aunque él reconoce recibir la bendición de Dios en cada sonrisa de los niños de su Akamasoa.
En cuanto al futuro, el padre se ilusiona: “Construir cien casas más, escuelas, hospitales, perforar pozos de agua, mejorar carreteras y seguir plantando miles de árboles. Cada ladrillo que ponemos es una victoria contra la desesperanza y una mini batalla ganada a la pobreza más extrema”.