Al fallecer en 1958 el Papa Pacelli, le sucedía como obispo de Roma el Patriarca de Venecia, el cardenal Ángel José Roncalli. Pese a lo efímero de su pontificado, Juan XXIII no tardó en convertirse en uno de los pontífices más notables de toda la historia de la Iglesia Católica. Con sus decisiones la institución romana dio pasos importantes para su renovación; y no solo en sus aspectos organizativos, sino también en lo concerniente a su doctrina. A este respecto, supuso todo un hito la convocatoria en 1962 de un concilio universal, celebrado noventa y dos años después del Vaticano I. Con él se trataba de adecuar la compleja realidad de la Iglesia a los cambios sociales y políticos que habían marcado el desarrollo del mundo contemporáneo. Antes de su fallecimiento, publicó el papa algunas encíclicas del mayor interés. En una de ellas, la Mater et Magistra (1961), reafirmaba la doctrina de reforma social de la Iglesia, iniciada ya por sus antecesores León XIII, con la Rerum Novarum, o el Papa Pío XI, con la Quadragésimo Anno, si bien ahora el Papa bueno introducía aportaciones muy novedosas. La Pacem in Terris, de 1963, fue su octava circular y, para muchos, su verdadero testamento. Cuando salió a la luz, faltaban sólo 53 días para su óbito.
Publicada en el intervalo entre la primera y la segunda sesión del Concilio Vaticano II, concretamente el 11 de abril de aquel año, se dirigía a todos los hombres de buena voluntad. En ella se formulaba una declaración de los derechos humanos en la que se especificaban de modo paralelo derechos y deberes de los ciudadanos considerados en tanto individuos, así como de los grupos y de los pueblos. Como signo de los tiempos, su mensaje asumía la movilización de los trabajadores o la incorporación de la mujer a la vida social, todo ello en un contexto marcado por la bipolaridad. Con nitidez se expuso la doctrina sobre la paz internacional, los problemas del hombre y de la justicia social, así como sobre las relaciones entre los grupos sociales, la promoción humana, la supresión de privilegios económicos y educativos, la descolonización, la ayuda a los países subdesarrollados, etc, aportaciones de la Institución romana muy valiosas para la cultura contemporánea.
Hace algo más de un par de semanas se cumplía el sesenta aniversario de su promulgación. Ante la situación que hoy vivimos en el mundo tras la brutal agresión de la Rusia de Putin al pueblo de Ucrania y la presencia de otros conflictos de parecida gravedad que asolan el planeta, no hay duda de que aquella pastoral del Jueves Santo conserva toda su vigencia. Ello se hace patente cuando observamos cómo en el campo de las relaciones internacionales muchos países incumplen los derechos fundamentales de las personas, así como otros viven una situación trágica desde el punto de vista económico que no garantiza el derecho a la vida, el más fundamental de los derechos del hombre. Un sueño del Papa Juan que, por desgracia, se encuentra aún lejos de ser realizado.
La Pacem in Terris supuso una bocanada de aire fresco para la Iglesia. Fue escrita, como afirmara Karol Wojtila, cuando nubes amenazadoras ensombrecían el horizonte y la humanidad sufría la pesadilla de la guerra atómica, igual que sucede hoy tras las últimas amenazas lanzadas por Moscú. También hoy el Papa Francisco, con sus palabras y compromisos más recientes, nos recuerda a quien le precedió en la sede petrina. La paz requiere formas nuevas de convivencia y de organización del mundo en el que vivimos, con exigencias y compromisos en lo relativo al orden social, económico, político y cultural, capaces de afrontar las causas más profundas de los conflictos y poner bases sólidas para la construcción de una sociedad más justa y compasiva.
No cabe duda de que aquel comunicado contenía los puntos básicos necesarios que, de ser cumplidos, impedirían nuevos cataclismos bélicos, cuyo origen se hallaba en aquella época en la política de bloques y que de nuevo parecen hoy volver a reproducirse. En su momento causó un gran impacto. Fue considerado como un paso más en la tarea de exhortar a los cristianos, en su condición de personas que viven en una sociedad concreta, a comprometerse en todas las esferas donde tenga lugar la acción política. En dicha encíclica se nos habla enfáticamente de la necesidad de la paz para la vida de los pueblos, paz que ha de estar fundamentada en «la verdad, la justicia, el amor y la libertad». Es una exhortación, pues, a vivir bajo el amparo de la paz; de ahí la necesidad de releerla como si acabara de ser escrita hoy mismo. Actualmente no solo es posible la paz, sino que es también un deber el poner todos los medios a nuestro alcance para conseguirla, como en su día propugnara el propio san Juan Pablo II.