La autora Alana S. Portero comenta en el prólogo de las memorias de Carla Antonelli, publicadas bajo el título ‘La mujer volcán’ y escritas junto al politólogo Marcos Dosantos, que este libro es «la versión cabaretera, pícara, callejera, noble, política y feminista del viaje del héroe». Porque, como bien señala la autora, la vida de la conocida política, activista y actriz trans no ha sido nada fácil, «pero si las gaditanas se hacían tirabuzones con las bombas, esta güimera se ha peinado la cabellera de diosa guanche que la orla hasta hacerse con ella una armadura de descaro, dignidad y voluptuosidad». Aunque los héroes también mueren, y Carla estuvo cerca de hacerlo, o al menos ella pensó que así era, el pasado mes de febrero, cuando ingresó en la UCI con broncoespasmos, principio de neumonía y una bacteria. Superado aquel susto desagradable, la canaria promociona estos días su autobiografía, que recorre los caminos del abandono, el deseo, la libertad y el poder.
Carla se crio en una familia conservadora de Güímar, un pequeño municipio de Tenerife que, en la década de los sesenta, vivía de la agricultura y la pesca. De niña se convirtió en víctima de un oscuro ritual: tirarle piedras pasó a ser costumbre entre los críos de su pequeño pueblo al salir del párvulo en San Pedro de Abajo. Como ella misma apunta: «No bastaban los insultos inmaduros y las muecas veteranas, mi pueblo tenía que rematar la humillación agrediéndome. Una vez, maldita mi suerte, tiré una piedra de vuelta y acerté. Todas las broncas para mí, todos los guantazos al volver a casa». El acoso pronto se tradujo en imposibilidad de integración, en soledad y abandono escolar. Carla pasaba horas en la biblioteca del pueblo, devorando libros que le ofrecieran escapes y respuestas. Y un día les dijo a sus padres que quería actuar. Ellos se rindieron, y ella ganó su plaza en el Real Conservatorio de Arte Dramático y Música de Tenerife.
Corría el mes de enero de 1977 cuando la joven urdió un plan para abandonar su pueblo y escaparse a Las Palmas de Gran Canaria, donde esperaba que «nadie se entrometiera en la búsqueda inagotable de mi propio ser». Pero la libertad tuvo consecuencias. «Tras unas jornadas alimentándome a base de agua concluí que, irremediablemente, debía enfrentarme a cara de perro con la esquina. Era menor de edad cuando acepté prostituirme […] Estaba malnutrida, asilvestrada y desesperada. Yo repté. Por eso mi tarifa empezó por las trescientas pesetas, la misma cantidad que había traído conmigo desde Tenerife. El coste de un bocadillo de pollo y un jugo de naranja», explica al respecto en el libro.
Aquellos fueron tiempos especialmente duros. En una ocasión fue arrestada en una redada y la arrastraron a la comisaría de la calle Ripoche, en la que le pegaron y vejaron. «Me llevaron a prisión, a la cárcel de Salto del Negro», asegura. «Estuve dos noches y dos días entre rejas, orines y pensamientos destructivos. Escuchaba a los presos políticos anticipar una amnistía que los iba a liberar a ellos, ignorando a los castigados por la Ley de Peligrosidad Social. Las putas, los yonquis, los maricones y los travelos deseábamos una democracia que no parecía dispuesta a correspondernos tan rápido». Y en esas estaba cuando se enteró de que el Front d’Alliberament Gai de Catalunya había convocado el primer Orgullo de España. De repente, algo de aquella furia colectiva entró en ella y se mezcló con el miedo a recibir «otra paliza personalizada».
Su faceta de militante
Aprovechando que el ocio canarión iba ampliando la oferta de espectáculos para turistas, Carla, vestida completamente de mujer, se presentó en un local curioso, el Britania, donde le ofrecieron trabajo como artista —empezó como bailarina de apoyo y luego ya vino su primer ‘playback’ en solitario—, y donde otras chicas trans la enseñaron a maquillarse «con criterio». Hasta que una noche ‘El Diario de Las Palmas’ se acercó al local y les dijo a todas ellas que querían hacer un reportaje muy serio sobre el boom del ocio transformista. «Nos mintieron, claro, pero yo tenía un micrófono delante y lo aproveché», explica ella. «Emergió una nueva faceta en mí: la de militante y mitinera. Yo sabía que buscaban lo sórdido y morboso, así que les di política. Apreté los dientes y defendí la democracia. Agarré la rosa por las espinas y proclamé que el PSOE era la fuerza que mejor luchaba por mis derechos».
Su vida tomó un nuevo rumbo cuando se embarcó en una gira con una compañía de variedades que hacía espectáculos transformistas. Así pudo pisar por primera vez la Península y conoció las noches y purpurinas de Barcelona, Madrid y otras tantas ciudades. Después de que el gobierno de Adolfo Suárez reformase la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social y eliminase la ilegalidad de la homosexualidad, Carla empezó a trabajar en una sala de fiestas madrileña llamada ‘Lady’s’ —donde «montaba varios números carentes de técnica pero sobrados de arrojo, aunque allí lo importante era alternar y ganarte el sueldo con las copas a las que te invitaban»—. También fue ganando sus primeros minutos de fama gracias a apariciones en medios como ‘Diario 16’ y ‘El Caso’, y tuvo la ocurrencia de invertir la herencia de su padre en un pequeño piso en el barrio de Embajadores, el límite sur del centro de Madrid.
En su libro apunta que, a principios de los ochenta, no pisó todos los antros, discos y café-teatros que existían en la ciudad, pero sí desgastó los tacones «trabajando o bailando, de relaciones públicas o de vedette». Se escapó a Baleares, donde tuvo uno de sus primeros rodajes profesionales gracias a una producción alemana titulada ‘Hembras salvajes en Ibiza’ (1980), y luego trasladó los conocimientos adquiridos con aquella experiencia a su rol protagonista en ‘Carla: el enigma de una belleza’, el primer documental sobre transexualidad en España. Una noche, estando en medio de su espectáculo, notó un pinchazo y al inclinar la barbilla hacia abajo contempló que su pecho izquierdo había desaparecido. “Fui una de las tantas estafadas por un cirujano infame que nos había inyectado suero. A raíz de la deformidad, me echaron del Gay Club”, sostiene en el libro, donde también apunta que entonces cayó en depresión.
Ante semejante percal, se marchó una temporada a Benidorm para trabajar como supervedette en la discoteca del Hotel Sirenas, y comenzó un romance con un tipo que la maltrataba. «Dejé que acaparara mi agenda. No le di importancia a perder amistades. Me mimaba tanto de primeras; me minaba tan sutilmente después. Absorbió mi voluntad y mi autonomía. Me hacía dudar de mis propios criterios, incluso de mi memoria. Me entorpecía con los meses, nublando mis sentidos hasta el punto de anularme. Yo nací más alta que él, pero acabé encorvándome para regalar mi cuello al vampiro. Fue terrible». Pese a que consiguió librarse del sujeto, aquel amor intoxicado la empujó a sucumbir a las sustancias más adictivas durante un tiempo.
Desde principios de los ochenta, la canaria ha representado numerosos papeles y cameos en obras de teatro, series de televisión y películas como la comedia erótica ‘El higo mágico’ (1983), o ‘Extraños’ (1999), del director Imanol Uribe. Y ya en la década de los noventa empezó a colaborar en calidad de tertuliana en programas de televisión como ‘Todo depende’ o ‘Crónicas Marcianas’, lo que entre otras cosas la ayudó a sanear sus cuentas. «A [Javier] Sardà le convenció mi retórica y, al igual que había ocurrido con ‘Todo depende’, gané frecuencia. Me invitaron varias veces durante una temporada. Cuando no, ensayaba en mi casita de Embajadores. Tomaba nota mental del juego y lo aplicaba en las siguientes citas con mayor diligencia. Me percaté de que había algo de político en esos pulsos orales. Y lo aproveché».
Militante socialista
La historia de su carnet rojo partió de una reunión de trabajo en Ferraz en 1996, a la que fue invitada junto con Juana Ramos, todavía presidenta de Transexualia. «Nos había convocado Carmen Cerdeira, flamante secretaria de Movimientos Sociales del partido bajo el liderazgo de Joaquín Almunia. Yo, aquel ‘travesti politizado’ que pidió el voto para el PSOE en el 77, acariciaba los pomos de las puertas socialistas de la calle Ferraz. Veinte años de supervivencia en los márgenes no me habían arrebatado la ilusión. Me sentía como una niña a la que por fin miran sus dibujos de acuarela», narra Carla, que sin duda jugó un papel fundamental en la aprobación de normas como la Ley de Identidad de Género, el matrimonio igualitario, o las leyes integrales trans y LGTBI de la Comunidad de Madrid.
Ya en los últimos capítulos de ‘La mujer volcán’, Carla cuenta que esperó más de medio siglo para que se cumpliera el mayor deseo: su madre, doña Tomasa, la trató por primera vez en femenino cuando estaba en el lecho de muerte. También habla de lo complicado que fue para ella lidiar con el creciente protagonismo político de Vox y la guerra abierta contra los derechos trans iniciada por el movimiento feminista transexcluyente. Tanto es así que en octubre de 2022 anunció su baja del PSOE como protesta por la posición del partido respecto a la Ley Trans, que igualmente terminó siendo aprobada. Afortunadamente, el destino le tenía preparada otra sorpresa: Mónica García le tendió la mano y esto permitió que el 13 de julio de 2023, el día que cumplió 64 años, Carla se convirtiera en senadora de las Cortes Generales por Más Madrid. “Que la historia es circular no es una ocurrencia mía, pero mis iris están surcados por décadas de aventuras y saben distinguir las amenazas de los peligros”, reflexiona la canaria. «Apoyé a Yolanda [Díaz] del mismo modo que celebré que Pedro Sánchez volviese a ser presidente. Porque allí donde se defienden derechos siempre hay que contribuir».