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Mundos íntimos. Vivimos medio siglo sin saber que éramos padre e hija: nos queda el presente y el porvenir para conocernos.

Soy un hombre común, que transita los finales de su sexta década. Me dediqué al comercio, trabajé y en lo económico me fue bien. Aunque la vida sentimental no se puede medir como la material, tres ex mujeres confirmarían que estuve lejos de ser el marido soñado. Vivo solo, tengo cinco hijos (o eso creía), todos ya adultos, frutos de esas tres relaciones. Es probable que como padre haya funcionado mejor que como pareja. Así me lo hacen sentir mis hijos.

Desde que dejé los negocios dedico la mayor parte del tiempo a leer y, sobre todo, a escribir, un viejo hábito que me acompaña desde el secundario. Al placer que me da escribir, le encontré distintas utilidades: en la colimba canjeaba cartas de amor por días francos, en mi vida sentimental supe llegar a algún corazón a través de una frase afortunada y luego, en los negocios, redactaba propuestas con una claridad y una síntesis que ayudaban a cerrar operaciones.

Sonrisas. Más allá del asombro, Roberto Murphy y su hija quisieron conocerse y pensar hacia adelante.Sonrisas. Más allá del asombro, Roberto Murphy y su hija quisieron conocerse y pensar hacia adelante.Test que muestra la relación entre Roberto Murphy y su hija: 49,5% del 50 % de ADN del padre.Test que muestra la relación entre Roberto Murphy y su hija: 49,5% del 50 % de ADN del padre.He pasado los últimos años de mi vida fungiendo de escritor fantasma, leyendo y —como quería Voltaire— cuidando de mi jardín: una existencia apacible, normal y corriente. Pero como sabemos, nada es para siempre. Algo me pasó. Algo tan improbable, tan excepcional, que si fuera una ficción resultaría difícil de creer.

Nadja es una alemana de cuarenta y seis años que vive en Hamburgo. Sus padres eran alemanes, docentes, y habían vivido la segunda mitad de la década del 70 en Argentina, contratados durante cuatro años por La Goethe Schule. Se instalaron en la localidad de Martínez. Tenían una hija de unos siete años, y decidieron adoptar otra.

El trámite de adopción en ningún lugar del mundo resultaba sencillo y había demasiados silencios. En Argentina gobernaban los militares; la desaparición de personas era moneda corriente, al igual que ocurría con sus hijos pequeños. En esa realidad nacieron las Madres y luego las Abuelas de Plaza de Mayo, para conocer la suerte corrida por sus hijos y el destino dado a sus nietos. Además de estas organizaciones existían otras, clandestinas, con el fin opuesto: la sustracción y posterior venta de los niños apropiados.

Nadja supo de su condición cerca de cumplir veinte años. Desde chica solía sentir que algo en ella era distinto a su familia: sus ojos eran claros, pero no del celeste de los demás, y su piel era morena, nada pálida. Cuando sentía eso, pensaba que seguramente le pasaría a todo el mundo a esa edad. A propósito de un viaje que hizo a la Argentina, en una carta que la madre le enviaba a una amiga, Nadja leyó —¿accidentalmente?— la recomendación de no mencionar nada respecto de la adopción. Al volver a Alemania, inquirió sobre su historia: los detalles, el nombre de su madre biológica. Luego de mucho insistir, consiguió algunos datos, muy pocos por parte de su padre y ninguno por la de su madre.

Supo que había nacido a fines de 1977, así al menos la habían anotado, “como hija concebida por sus padres alemanes, quienes decidieron tener el parto en su casa”. Esto señala partida de nacimiento, donde figuran el médico interviniente, la partera y el responsable del juzgado. Al percibir que tanto en el relato como en el mismo trámite sobraban incongruencias, redobló su presión y logró que le confesaran que se había tratado de una compra: habían pagado por ella. Era algo ilegal, de ahí que evitaran contárselo. También era la causa que hacía imposible conocer con exactitud la fecha de su nacimiento, y mucho menos, el nombre de sus progenitores.

De la madre biológica sólo sabían que se trataba de una chica joven, de condición muy humilde, que vivía en una “villa” y no estaba en condiciones de hacerse cargo de la criatura. Les habían dicho que era indocumentada, y de nacionalidad paraguaya. Poco más pudo saber de boca de sus padres. El padre, a quien quiso mucho, murió de cáncer en el 2023, y la madre sufre de un deterioro cognitivo que la desconectó de la realidad.

Nadja se puso en contacto con Abuelas de Plaza de Mayo y les envió una muestra de ADN. Las Abuelas le dijeron que, según podía leerse en la partida, la partera era una tal Angélica Dillon, que aparecía en causas judiciales por apropiación de hijos de desaparecidos. Todo indicaba que podía tratarse de uno más de los muchos que llevaban recuperados. Sin embargo, no encontraron en su base coincidencias de ADN. Aunque eso no daba respuesta a su búsqueda, no dejaba de ser una buena noticia.

Entonces decidió subir su ADN a un par de plataformas, My Heritage y Familytree. Estas empresas buscan “machear” los datos genéticos de cada persona que suba su ADN con la inmensa base global de la que disponen. A partir del número de Centimorgans (en homenaje al genetista Thomas Morgan) o porcentaje de coincidencia del segmento de ADN compartido, se puede obtener la relación parental: sobrino, nieto, tío, primo, padre o madre, según el grado de coincidencia entre los segmentos comparados.

Por motivos ajenos a esta historia, un primo segundo mío, a quien yo no conocía, que vive y trabaja en Rosario decidió, hace unos ocho años, subir su ADN a la plataforma MyHeritageAdn. Barthy, mi primo lejano, no encontró nada de lo que buscaba, pero su ADN quedó en ese registro. A mediados de 2018, unos dos años después de su infructuosa búsqueda, Barthy recibió un email de Nadja. Le contaba que a través de la plataforma le habían informado que, en un porcentaje muy reducido de ADN, había coincidencia con el de él, de manera que debía de haber existido algún antepasado que los emparentara.

Barthy se ofreció a ayudarla. Disponía de un árbol genealógico que había iniciado su bisabuela galesa. Abarcaba desde el año 1636 hasta iniciado el siglo XX, y él se ofrecía a continuarlo hasta llegar al presente. Una tarea ímproba, que demandaría tiempo y trabajo. Nadja aceptó con entusiasmo, era lo único con que contaba para seguir rastreando su origen.

Así fue como Barthy, a mediados de 2019, luego de completar el árbol familiar hasta la actualidad, comenzó a contactar a los miembros de esa enorme genealogía. Eran palos a lo ciego: los primeros casos no mostraban ninguna coincidencia. Pasaban los meses y seguía sin saber siquiera si la línea llegaría por un hombre o una mujer. Las probabilidades matemáticas de encontrar algo eran escasas, pero mucho mayores que las que había tenido Nadja, que lo encontró a él.

Comenzó a encontrar casos de 850CM, un indicador de que se podía tratar de un tío abuelo, sobrino abuelo, bisabuelo y algunas otras opciones. Y de a poco, el círculo se fue cerrando. Así llegamos al 2023, cuando Barthy se puso en contacto con Ana, mi hermana mayor. La fue a ver, y luego de darle las explicaciones pertinentes y pedirle la muestra de saliva, la envió a Estados Unidos y quedaron a la espera del resultado: 1700 CM. Eso significa tío, sobrino, abuelo, medio hermano.

Fue entonces cuando este lejano primo se puso en contacto conmigo. Nos encontramos una tarde en mi casa, y después de tomar un té mientras me iba contando toda la historia, me alcanzó el tubo con los dos hisopos para la muestra. Por supuesto que accedí al procedimiento, y me quedé bastante intrigado.

Al cabo de cuatro semanas me llamó para informarme que ya estaba el resultado, y me pasó el link para la consulta. Resultado: 3500 CM. Yo era el padre de Nadja, con una certeza del 99%.

Repuesto a medias de la sorpresa, le envié un mensaje a Nadja avisándole que había sido informado de los resultados, y como ella ya sabía, las coincidencias indicaban que éramos padre e hija. Me respondió de inmediato contándome lo feliz que estaba, el enorme significado que tenía para ella haber concluido parte de una búsqueda que, en los hechos, llevaba diez años, pero que en su corazón había existido desde los veinte, cuando supo de su condición de adoptada. Con la mayor entereza de la que en ese momento fui capaz, intenté felicitarla, aunque no debo de haber sonado muy convincente. Le dije que necesitaba que “la ficha me terminase de caer”, la noticia era tan trascendente como sorpresiva. Todo esto lo fuimos volcando en el chat de WhatsApp, con algunos audios que ella intercalaba cada tanto. Como tiene un relativo manejo del castellano, hablar le resulta menos complicado que escribir. Yo seguí escribiendo, me sentía más seguro así.

Cuando Nadja dio por concluida su larga búsqueda, supe que yo debía comenzar la mía. No conservaba el menor registro de cualquier relación que hubiese mantenido cuarenta y seis años atrás. Tendría que emprender un largo viaje en el tiempo, casi medio siglo, a buscar en un pasado tan remoto que ya no sentía como parte de mi vida. Para poder viajar hacia atrás casi cinco décadas, tomé papel y lápiz y fui escribiendo cada año de mi vida desde el 75 al 80. Así fue como llegué a un nombre, a una imagen que apareció detrás de la puerta de una casilla en una villa de Colegiales. Solía ir allí buscando albañiles para una pequeña empresa de construcción en la que yo trabajaba. Y con aquella imagen que apareció, también volvieron a mi memoria una mujer, unos mates, algunas pocas palabras, y una invitación que dio lugar cuatro o cinco encuentros.

Una noche, cuando la dejaba en la entrada del pasillo que la llevaba a su casa, me preguntó si me gustaría quedarme a dormir. Luego de haber aceptado su invitación, recuerdo que apenas entramos se dirigió a un mueble en el que había un aparato de música y puso un disco que yo acababa de regalarle: “América”, de Julio Iglesias, que incluía “Recuerdos de Ipacaraí”, una canción romántica paraguaya. Mientras la oíamos haciéndonos el amor me preguntó si alguna vez yo la podría amar. Mentiría si dijese que recuerdo qué le contesté, es probable que haya dicho algo como que en ese momento la amaba. Y no la vi más.

Al recordar lo que antes escribí casi de inmediato asocié su nombre, Nydia, con el de Nadja: podría tratarse de una casualidad, pero de ser así me resultaba más difícil de aceptar ese capricho del azar que la asociación que acababa de hacer. Según averiguaciones que esta coincidencia me llevó a realizar, supe que es costumbre de las madres que dan a sus hijos en adopción pedir que conserven el nombre con el que lo entregan. Dado que Nadja fue anotada como hija natural de padres alemanes, ellos, respetuosos del pedido, quizás adaptaron el nombre original a su idioma, modificándolo parcialmente de Nydia a Nadja. No deja de ser una especulación, pero en lo concerniente a la identidad de la madre, sólo cuento con lo que me trajo la memoria y las conclusiones a las que puedo llegar en base a esos recuerdos.

Nunca volvimos a vernos. Tres datos, sin embargo, se recortan nítidos en esa bruma de la memoria: que era paraguaya, que se llamaba Nydia y que era muy bella.

Desde que supe la verdad, mantuvimos con Nadja muchas charlas por videollamadas —en castellano, y cuando se nos complica, en inglés—. Así fuimos creando una relación muy afectuosa, que se fue profundizando a través de largos correos en los que nos contamos nuestras vidas, alegrías, tristezas, amores y desamores.

En un momento le sugerí conocernos personalmente. Nos pusimos de acuerdo en qué lugar y acordamos la fecha. Hace unas semanas nos encontramos en un restaurant, a orillas del río Tajo, en Lisboa. Es imposible describir la emoción que nos produjo. Desde el parecido físico, los gestos, las coincidencias, el amor por la escritura, la fobia a las multitudes, la necesidad de disponer diariamente de un tiempo en soledad, el gusto por determinada música, ¡el odio al ajo!

Ella ya volvió a su pueblo, a su trabajo. Yo escribo estas líneas en Oporto, dando fin a un viaje que me quedará grabado en el corazón mientras viva. De las fotos que nos tomamos elegí una, la puse en blanco y negro y se la envié, con esta frase: “No sé por qué, pero me dieron ganas de compartir esta foto con vos. Está en blanco y negro, quizá buscando darle a nuestra relación la antigüedad que la vida no nos permitió vivir. Pero nos quedan el presente y el porvenir, en colores. Te abrazo”.

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Roberto Murphy. Gran lector (lee lo que quiere), modesto escritor (escribe lo que puede), cada día que transcurre aprende algo nuevo, lo que refuerza la convicción de su enorme ignorancia. Publicó “Un cielo sin estrellas”, “La espina de una pasión”, “La vida entre paréntesis”, “Idus de marzo”, “El funambulista” y “Perspectiva”, novelas breves de autoficción. Dirige un Taller de Narrativa en una cárcel, en el Pabellón de jóvenes adultos. Y se encuentra en proceso de edición “Veinte pasos y uno más” (Editorial Pacto de Lectura), en el que colaboran los detenidos contando sus historias.