En un clima solemne, con aire a congoja de multitudes, Ricardo Balbín, jefe entonces de la Unión Cívica Radical, con un andar apaciguado, como si fuese una estampa de tiempos idos, se pararía frente al micrófono, ante el cuerpo yacente de Juan Domingo Perón, muerto tres días antes, con los atributos de teniente general del Ejército de la Nación sobre el féretro envuelto por la Bandera argentina. Con una de sus manos en el bolsillo, en pose de a ratos displicente, Balbín comenzaría a desplegar una gestualidad de excelencia, entre palabras y silencios, para alcanzar él también, allí mismo, otra dimensión histórica, mucho más potente aún de la que había construido en más de 30 años de trayectoria política.
La escena de las imponentes exequias de quien había sido tres veces presidente constitucional de los argentinos, vista hoy, medio siglo después, asoma en los videos de época como uno de los grandes momentos de la vida institucional argentina. Era 1974 y era 4 de julio. El país recién empezaba a digerir el luto por una de sus figuras más representativas de la segunda mitad del siglo XX. Todo ocurría en el Congreso de la Nación, el mismo escenario de antiguas palabras de lapidación entre peronistas y radicales, simbolizadas en las figuras de sus máximos jefes. Fue en esa despedida final, tres décadas después, que Balbín dejaría ideas y conceptos para la posteridad, pero un solo párrafo, breve, preciso, imposible de embellecer, ingresaría como un mensaje para los tiempos al panteón de la historia por su doble sentido, metafórico y emocional: “Este viejo adversario, despide al amigo.”
El orador pondría su mano en el pecho, al asumirse como “adversario” aunque desde los años 40 y hasta la reconciliación final habían sido más enemigos que otra cosa. Y señalaría el cuerpo del presidente fallecido para, al cabo de una vida de reyertas inútiles, definirlo como “amigo”. Si el país todo hubiese podido verse como una inmensa ágora, el público se habría puesto de pie para coronar la faena de dos gladiadores de una política que, no por vieja, sino por esa irrecuperable pacificación de un par de años atrás, desde el regreso final de Perón al país. se estaba yendo: con el sobreviviente Balbín y el fallecido Perón moría también ese modo último de tramitar y gestionar la cosa pública a partir de una mutua y generosa amnistía a los rencores del pasado.
Aquel día, el jefe radical le daría a su florida palabra un destino de bronce. Y diría cosas como éstas:
“Vengo a despedir los restos del señor presidente de la República de los argentinos, que también con su presencia puso el sello a esta ambición nacional del encuentro definitivo, en una conciencia nueva que nos pusiera a todos en la tarea desinteresada de servir la causa común de los argentinos.”
“No sería leal, si no dijera también que vengo en nombre de mis viejas luchas, que, por haber sido claras, sinceras y evidentes, permitieron en estos últimos tiempos, la comprensión final, y por haber sido leal en la causa de la vieja lucha, fui recibido con confianza en la escena oficial que presidía el presidente muerto.”
“Ahí nace una relación nueva, inesperada, pero para mí fundamental, porque fue posible ahí comprender él su lucha, nosotros nuestra lucha, y a través del tiempo y las distancias andadas, conjugar los verbos comunes de la comprensión de los argentinos.”
“Frente a los grandes muertos… frente a los grandes muertos, tenemos que olvidar todo lo que fue el error, todo cuanto en otras épocas pudo ponernos en las divergencias y en las distancias, pero cuando están los argentinos frente a un muerto ilustre, tiene que estar alejada la hipocresía y la especulación para decir en profundidad lo que sentimos y lo que queremos. Los grandes muertos dejan siempre el mensaje.”
Fue una oración fúnebre para la historia. Improvisada de punta a punta. Balbín no leyó una sola línea. El discurso duró 7 minutos y 25 segundos. Y el orador diría 8 veces la palabra “muerto”. Para unos pocos fue una exageración de su inconsciente, pero la mayoría sintió la turbación emocional propia de los acontecimientos trascendentes, Sobre todo, si se considera que la enemistad entre ambos se remontaba a los años 40 y 50.
Y que en la UCR circulaba entonces el rumor de que Perón en persona había ordenado seguir las palabras de Balbín hasta encontrar un hueco legal para acusarlo de desacato y avanzar con el desafuero en el Congreso. Lo quería preso. Balbín venía de varios discursos muy duros contra funcionarios de Perón, entre ellos uno en particular en el Centro Asturiano de Rosario, directo contra el presidente. También otro en General Villegas, contra el ministro del Interior de la primera década peronista, Angel Borlenghi. La oportunidad esperada por Perón. El diputado oficialista Luis Roche presentó una demanda y esa misma semana, con una rapidez inusual, un juez federal santafesino le daría lugar mediante un expediente de 28 fojas que le daría forma a la acusación por desacato. Ya habían sido sancionados cuatro legisladores radicales, entre ellos Ernesto Sammartino, aquel que había definido en el Congreso de la Nación a los legisladores peronistas surgidos del voto popular del 24 de febrero de 1946 como “aluvión zoológico”.
Por entonces, Balbín se había vuelto un dolor de cabeza para el peronismo: de retórica encendida y coraje personal, nada lo amilanaba y eso al parecer exasperaba a Perón, centro de sus ataques cada vez más frecuentes. Jefe de la UCR y presidente del bloque parlamentario del partido ya desde tiempo atrás, había consolidado el bloque de 44 diputados opositores al oficialismo. La sesión parlamentaria que concluyó con su desafuero arrojó un resultado previsible: 109 a 41 en contra de Balbín, quien no cuestionó la votación, pero rechazó el indulto que le ofreció Perón con la intención de mostrar un gesto “magnánimo”. La detención, sin embargo, se demoraba. Hasta que el 12 de marzo de 1950 Balbín sería apresado en La Plata, el día de elecciones a gobernador en la provincia de Buenos Aires, en las que sería fallido candidato. El fiscal de la causa por desacato había pedido doce años de prisión, pero la condena, finalmente, sería de cinco años. Las fotos de Balbín en la cárcel de Olmos, de cuidada teatralidad, fueron todo un símbolo de la resistencia a un gobierno que acentuaba su tendencia autoritaria.
Ante el inevitable paso por los calabozos peronistas, Balbín había ejercido su defensa en una pieza oratoria de alto vuelo. Un alegato memorable contra los excesos del peronismo en el poder: “Nosotros tenemos sentido de futuro, no barriga de presente…A veces es necesario que en un país entren algunos libres y dignos a la cárcel, para conocer dónde irán después los delincuentes de la república. No me detendré en la puerta de mi casa a ver pasar el cadáver de nadie, pero estaré sentado en la vereda de mi casa para ver pasar los funerales de la dictadura”. Y cerraría con una música que puso al peronismo a bailar la danza más macabra: “Si éste es el precio por haber presidido el bloque, que es una reserva moral del país, han cobrado barato. Fusilándome estaríamos a mano”. Perón lo indultaría por decreto luego de 297 días de cárcel.
Los presos, en su mayoría lo era por razones políticas, lo trataban de “doctor” y hasta le limpiaban su celda o le hacían la cama, en señal de respeto. Una campaña política agitaba el tablero electoral con la consigna de apoyo “al mártir Balbín”. No resultó. En la elección presidencial de noviembre de ese 1951, el jefe del peronismo lograría 4.745. 168 votos (63,51%) y la fórmula opositora Balbín-Frondizi, 2.415.750 (32,33%). Ninguno de los dos rivales cambiaría. Perón se endurecería con los radicales. Y Balbín insistiría con la violencia verbal de sus discursos. Volvería un par de veces a las celdas por desacato, pero sería liberado en seguida. El peronismo no quería convertirlo en víctima.
El abrazo Perón-Balbín.Sólo el tiempo sosegó a ambos. Después del golpe de Onganía contra el radical Arturo Illia, en 1966, a once años del derrocamiento de Perón a manos de la dictadura de la Libertadora, muy celebrado por Balbín, éste comprendió que el peronismo y Perón serían necesarios para la batalla contra el crónico golpismo militar. Desde entonces ambos tendrían “mensajería directa” entre La Plata, donde vivía Balbín, y Puerta de Hierro, en las afueras de Madrid, exilio del general. Habían empezado a pavimentar el camino de la reconciliación. Y el 17 de noviembre de 1972, retorno al país de Perón luego de 18 años de destierro, ambos líderes darían renovado impulso a La Hora del Pueblo, con respaldo de casi todo el arco político y la mayoría de la dirigencia de entonces. Ese marco de consenso para desarticular el Gran Acuerdo Nacional de la dictadura de Lanusse, sería refrendado en la histórica cena del restorán Nino, en Olivos, el 21 de noviembre. Un par de días antes,
Perón había recibido a Balbín en la casa de Gaspar Campos, su nuevo domicilio en la Argentina, en medio de un clima político ardiente y con Perón ya al frente de su proyecto de unión nacional. Para no alborotar la guardia periodística, el líder radical debió entrar por los fondos, gracias a una escalera facilitada por un vecino. Balbín no sólo saltaba una pared: derrumbaba el muro del desencuentro de las grandes mayorías nacionales. Sólo cruzarían palabras amables. “Con Balbín voy a cualquier parte”, diría Perón. “El que gana gobierna, el que pierde acompaña”, le devolvería Balbín. Hubo una fuerte sentencia política de labios de Perón: “Doctor Balbín, usted y yo nos tenemos que poner de acuerdo porque somos el ochenta por ciento del país.” Según el historiador francés Alain Rouquié, en su obra “El siglo de Perón”, la reconciliación le permitiría al dirigente radical (a quien el investigador calificaría de “eterno perdedor”) transformarse en un opositor moderado y responsable, hacedor a la par de Perón del celebrado reencuentro entre los argentinos”.
Los conductores de ambos partidos mayoritarios del país, se verían las caras una vez más, después de vuelto Perón definitivamente al país. Fue el 24 de junio de 1973, con la llamada “masacre de Ezeiza” revoloteando el aire. Fue un domingo, en el despacho de Antonio Tróccoli, jefe del bloque radical, día elegido para evitar el bullicio mediático. Se abrazaron con emoción y hablaron una hora a solas. Nunca se supo si abordaron el plato preferido de los cenáculos de política: la fórmula de unidad Perón-Balbín, cuestión por demás meneada y jamás concretada. Ni siquiera presentada como factible. Trascendió que Balbín habría comentado a sus íntimos que lo había visto “muy desmejorado” a su viejo rival. Y que Perón le habría confesado que ya no tendría tiempo para reconstruir el país y liberarlo de la violencia: intuía que se estaba muriendo.
En lenguaje de hoy, se diría que los dos líderes “se reinventaron” y decidieron dejar un legado para las generaciones siguientes y la nación toda. Una posta, sellada con la metáfora definitiva: “Este viejo adversario despide al amigo” Cincuenta años después, la política, la oposición, la casta, o como se la quiera llamar, el gobierno, éste y los que le precedieron, están en deuda con esos dos hombres que supieron clausurar añejos odios en augurio de consensos por venir: una forma de bienvenida a la unidad nacional aún pendiente. Desde donde quiera que estén, los dos jefes políticos del ayer quizá interpelen a las dirigencias de hoy. Acaso las urjan a que no lleguen a viejos para intentarlo.