El día que Cristian de Haro vio por primera vez al delfín austral, no había siquiera terminado el secundario. Miraba el mar en una expedición por la costa patagónica hasta que una epifanía lo deslumbró: cuatro delfines saltaron a la vez frente a sus ojos mientras la ola rompía. Cristian quedó anonadado y realizó una sentencia que le iba a marcar el camino de su vida: “Quiero estudiar a estos animales”.
De Haro estaba en Cabo Vírgenes cuando conoció a los delfines australes. Había quedado seleccionado, pese a sólo tener 18 años, para participar del primer relevamiento de todas las especies marinas de la costa santacruceña, organizado por la Fundación Vida Silvestre en 1986. “Cuando vi esos delfines me voló la cabeza”, cuenta Cristian de Haro, docente e investigador de GEPAMA-UBA que lleva casi cuatro décadas estudiando los Lagenorhynchus australis. Para esa época, De Haro ya era un pequeño genio que en vez de hacer guerra de chizitos con sus compañeros, leía papers científicos y se vinculaba con investigadores en talleres y charlas del Museo Rivadavia, en Parque Centenario. Fue elegido como representante del área de cetáceos desde Cabo Vírgenes hasta Comodoro Rivadavia. A partir de ese momento, no dejó de estudiar este misterioso habitante que usa los bosques de macroalgas como “su hábitat preferido”.
Unos años más tarde de ese primer relevamiento, y convencido de estudiar la especie a pesar de las advertencias sobre la hostilidad de la región sur de Santa Cruz, “fui tesudo y en 1992 me instalé al pie del faro de Cabo Vírgenes, al borde del acantilado, esperando volver a ver a los delfines”. Pero la vida a veces se las trae y durante más de 1.440 minutos con sus largos y respectivos segundos, el joven, pero ya científico, no vio más que olas explotando en las filosas piedras. “Acá no hay delfines”, le decía un grupo de investigadores que estudiaba a los pingüinos. “Quedate con nosotros y nos ayudás”, le pidieron. “¡No!”, fue la respuesta categórica de Cristian: “Estaba dispuesto a quedarme meses mirando el acantilado”, confiesa. Pero no tuvo que esperar tanto. Al segundo día finalmente aparecieron y “ese fue el comienzo de muchos años de investigación sobre esta especie y su vínculo con los bosques de algas”. Junto a la experimentada Natalie Goodall, conocida por sus estudios biológicos en la Tierra del Fuego, fueron de los pocos que estudiaban al delfín austral. Entre alguna de sus primeras publicaciones, lo catalogó como el “misterioso habitante de la Patagonia”, porque suele estar con toninas overas y cuando aparece un delfín austral, nadie sabe a qué especie pertenece.
“Compartís tanto tiempo con los animales que tratas de ponerte en el lugar de ellos, de pensar como ellos -dice-, para ver por qué se acercan tanto al bosque de algas, en qué marea, qué es lo que están buscando, por dónde les conviene ingresar”. Una de las grandes particularidades del delfín austral es que pasa horas y horas entre las algas y “en esto es muy importante el trabajo que hace la fundación Por el Mar estudiando, registrando, filmando y trabajando por la conservación de los bosques de macrocystis en Santa Cruz como en Tierra del Fuego”. Según la fundación, estos bosques de macroalgas son ecosistemas submarinos que albergan cientos de especies a las que les brinda alimento, refugio y que cumplen un rol clave en la conservación de las costas marinas. “Si uno quiere ver al delfín austral, lo que tiene que hacer es acercarse a donde están los bosques de macroalgas”, explica Cristian y continúa: “La pérdida o degradación de este hábitat específico nos hace intuir que afectaría de una forma muy importante. Por eso, cuando trabajé para declarar al delfín como Monumento Natural, tenía la doble intención de custodiar también su hábitat proferido. Y esto está muy relacionado con la amenaza de la actividad petrolera en el Estrecho de Magallanes”.
Es justo en ese estrecho (es necesario cruzar del lado chileno para ir de Santa Cruz a Tierra del Fuego) que se puede ver a los delfines australes saltando al lado de la barcaza. Los experimentos o distraídos tal vez no distingan epifanías en estos espectáculos de la naturaleza, pero sí una oportunidad única para sacar la foto movida del año. Los delfines llegan a saltar hasta 35 veces seguidas y abofetean el agua arriando peces hasta llevarlos a otro grupo. “La inteligencia de estos cetáceos es algo sorprendente. También hacen espionaje: sacan el ojo por arriba del agua y ven dónde están los pájaros y ahí se acercan para comer”, cuenta entusiasmado. Saltan tan cerca de la embarcación que uno piensa que la bestia metálica podría aplastarlos. Pero no. Esa no es la amenaza del Lagenorhynchus australis. Si bien el delfín austral era alimento para los pueblos originarios de la zona, la especie recién conoció el peligro en los años setenta, cuando se lo utilizaba como carnada para las jaulas de centolla. Solo entre 1977 y 1979 se capturaron más de cuatro mil delfines y toninas, explica De Haro en una publicación y completa: “Por suerte se tomaron medidas tanto en Chile como en Argentina contra esto. Las potenciales amenazas para esta especie son la sobreexplotación pesquera, la creciente actividad petrolera y la ignorancia”, explica De Haro.
Esta alarmante ignorancia hizo que Cristian haga un extraño avistaje en Cabo Vírgenes allá por la década del noventa. Estando con su cuaderno cerca del faro, observando y anotando todo sobre los delfines que entraban y salían del espeso bosque submarino, vio a dos agrimensores compenetrados. “De repente veo que están haciendo anotaciones y me entero de que iban a construir una torre de petróleo a veinte millas de la costa, enfrente de Cabo Vírgenes, y que posiblemente se construyeran otras torres y el desagüe iba directo debajo del faro, donde están los bosques de algas. No lo podía creer. Y ya estaba todo decidido, aprobado”, enfatiza Crisitan. “Uno cuando ama a la naturaleza se va sintiendo con el compromiso de cuidarla”. A partir de ahí, vivió un raid de emociones y armó un informe para destacar la importancia del área. Luego de un gran esfuerzo junto a funcionarios, De Haro logró cambiar el proyecto de infraestructura que, además, iba a pasar por el medio de una pingüinera. Esto también le marcó el destino, porque además de ser especialista en el delfín austral, declarado Monumento Natural gracias a él unos años más tarde, se transformó en especialista en los impactos de la actividad petrolera en ambientes marinos.
El delfín austral se encuentra en el sur de Santa Cruz, Tierra del Fuego y las Islas Malvinas. Pasa más de cuatro horas diarias en los enormes y profundos bosques de algas, donde viven cientos de especies como peces, pulpos y calamares que son algunos de los más de veinte alimentos de este cetáceo. Suele formar grupos de hasta 30 individuos y su impresionante fuerza y tamaño le permite dar grandes saltos en el mar. Esos delfines que “le volaron la cabeza” a Cristian de Haro, tienen una aleta en forma de oz e interactúan con ballenas francas, lobos marinos y toninas overas como si fuera de su mismo grupo. También se lo puede ver jugando y molestando por ejemplo a los macatos. “Lo que observás no siempre tiene una explicación racional. Muchas veces el delfín está simplemente jugando”, cuenta el científico que a sus 56 años se sigue asombrando cada vez que los ve. “Y si no voy al mar durante un tiempo, empiezo a sentir abstinencia”. Cristian hoy vive en Vicente López, su mujer es bióloga, su hijo también. En estos momentos se encuentra trabajando en una revisión muy importante de todo lo que se sabe de los delfines australes. “Desde muy chico amé la naturaleza y los animales marinos y el contacto con ellos fue potenciando todo a otro nivel. Cuando los ves en las embarcaciones cambia todo. Te maravillás de la inteligencia que tienen. La soberbia del hombre en la ciudad, desaparece. En la Patagonia manda el mar y los animales”. Si fue una epifanía esos saltos de los cuatro delfines enfrente de los ojos del joven Cristian, no se sabrá, pero lo que quedó claro es que ese episodio mágico de la naturaleza fue la excusa que necesitó para dedicarle toda su vida al mar.