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El libro Crímenes en sangre de Pedro Jorge Solans cambió la historia oficial

Esta entrevista de la Licenciada Yamila Luz Naufal al escritor y periodista Pedro Jorge Solans fue la base del documental La masacre de Napalpí, 100 años realizado el pasado11 de julio en Resistencia Chaco.

Entrevista a Pedro Jorge Solans, autor de «Crímenes en Sangre» y «Melitona Enrique, Amor y tierra».

¿Qué recuerdos tenés de tu infancia?

Es el Chaco que me llevé. Mi infancia fue muy feliz en un pueblo como en ese momento era Quitilipi, muy pequeño. Nos conocíamos todos, con en esa infancia me llevé mi Chaco. Me fui muy temprano, a los 12 años.

Puedo haber olvidado muchas cosas de mi vida, pero tengo marcado a fuego todos los detalles de mi infancia, de mis olores, de mis colores, de mis peleas, de los daños sufridos, de las satisfacciones. Ese Quitilipi, que vos me mostrás en esas fotos representa los pocos años que disfruté de mi padre.

En varias entrevistas, dejás entrever que tuviste una relación muy particular con tu padre, varios encuentros en bar El Porteño.

Sí; yo viví muy poco con mi papá, porque falleció cuando yo apenas tenía 14 años. Los últimos años, él lo pasó enfermo, o sea que yo viví con él, 6 ó 7 años intensos. Era un hombre que me llevaba a muchas actividades: el bar El porteño era uno, la “panadería del Pueblo” de don (Marcelino) Cantero era otro, la Liga Quitilipense de Fútbol, también, porque fue presidente de esa institución como 17 años, el Club Social donde también fue presidente más de 13 años consecutivos.

Para mí, era tocar el cielo con las manos salir con mi papá de paseo porque compartía conmigo los chops en el verano en el bar El Porteño; en las mesas de las veredas del pueblo en pleno verano, fundamentalmente, los sábados. Él era bancario, por lo tanto, a las 10 de la mañana de todos los sábados, cuando terminaba de salir el pan de la panadería de don Cantero, se juntaba un grupito de amigos a comer asado:  matambre, vacío, lechón, y ahí estábamos los chicos.  Jugábamos y comíamos con ellos. Fue muy intenso y muy felíz

A la edad de 12 años, ya habiendo culminado la escuela primaria, vos dejás tu casa natal de Quitilipi para mudarte a Santa Fe; ¿cómo fueron esos años?

Sí, la decisión de irme a estudiar tan lejos fue mía, totalmente influenciada por un grupo de amigos que habían ya experimentado ir al Liceo Militar General Belgrano de la ciudad de Santa Fe. Me sumé a un grupo de pibes saenzpeñenses y de quitilipenses, entre ellos, Víctor Hugo falistocco, Edgardo Ragali, Claudio Ramiro Mendoza y un tal Algarate, de Sáenz Peña, que nunca más lo vi. Fui y le planteé a mi familia que yo me quería ir con ellos a estudiar a Santa Fe. Mis padres me daban todos los gustos que podía dar una familia de clase media: Mi padre era empleado bancario así que fui, rendí e ingresé. Sin embargo, eso tuvo una contracara, un proceso de desarraigo muy duro. Yo tenía 12 años; hay que contextualizar un pibe 12 años, casi un niño, desde un pueblo tan chiquito como Quitilipi que se iba solo a una ciudad como Santa Fe.  

Mis padres buscaron una familia quitilipense amiga que me pudiera dar cobijo y tutoriarme, y la familia que me aceptó de apellido Rodrigo, era de Quitilipi, y se habían ido antes. No obstante, de la cordialidad y de la buena gente de la familia Rodrigo, el desarraigo lo sufrí horrores, fue muy muy duro. Te podría decir que lloraba todos los fines de semana, y en los recreos dentro del Liceo también. Extrañaba mucho, pero yo quería cumplir porque mi familia hacía un esfuerzo descomunal por mantenerme ahí, un esfuerzo económico, social, cultural; y yo quería cumplir para no defraudarlo porque había sido mi decisión.

¿Y lograste terminar el secundario?

Sí, en Córdoba, porque al año y medio, para evitar la familia disgregada, mis padres también que también sufrían optaron por pedir un traslado de mi padre en el Banco de la Nación hacia su provincia natal, que era Córdoba, para que mi hermana y yo pudiéramos seguir estudiando con ellos cerca. En ese interín, mi padre enfermó y falleció, y a mí me dan el traslado al Liceo Militar General Paz de Córdoba.

Entonces, mi madre viuda, joven con 40 años, con dos hijos chicos se quedó a vivir en Villa Carlos Paz.

Yo llegué a Villa Carlos Paz en julio de 1973 y mi papá falleció en octubre de ese año. De ahí, yo sigo estudiando viviendo y estudiando en Córdoba, y ahí, elegí mi lugar en el mundo.

O sea, que tu adolescencia y gran parte de tu adultez la viviste en Villa Carlos Paz. Me gustaría preguntarte qué leías en esos años.

Yo hice la secundaria en un ámbito militar con un programa académico muy bueno. A tal punto, que lo estudiado después me sirvió en la Universidad. Pero, al estudio lo complementaba con lecturas sin sistematización, ni nada por el estilo. A los 14 y 15 años leía Platón y no sabía cómo hacerlo, pero lo leía. Leía a Hermann Hesse, Las enseñanzas de don Juan de Carlos Castaneda; toda la antítesis de la educación que estaba recibiendo. Recuerdo esos tres que se vienen ahora a la cabeza, pero también había esas lecturas propias de rebeldías de la adolescencia. Además, tenía un amigo uruguayo, Rubén Moreira, que atendía un kiosco en pleno centro de Villa Carlos Paz que se llamaba El Molino, y hacía guardia de noche, y yo los fines de semana me quedaba. Él era más avanzado que yo en ese aspecto, traía libros para mí, al menos asombrosos, como del Idealismo alemán, de la Modernidad  como de George Hegel o de Friedrich Nietzsche, Friedrich Engels.  No sabía por qué lo hacía, pero lo leía.

¿Y de Carlos Marx?

Carlos Marx seguro; no sé si terminé de leer El Capital, pero alcanzamos a leer mucho. Aparte uno deliraba porque tenía 15, 16 años y se creía que entendía todo.

Dos obras que puedes recomendar de esa época que te acuerdes.

Las de Hesse, y yo redescubrí hace poco la obra de Federico García Lorca que en su momento lo leíamos, pero lo leíamos como ejemplo de cómo ver los gitanos, el flamenco. De la cultura andaluza

Y cómo cambia eso después con los años porque empiezan a influenciar las teorías de género y esas obras se empiezan a abordar desde otros paradigmas, pero sin dejar los que ya estaban, sino que las complementan y enriquecen.

Hace poco salió la edición ampliada de Crímenes en sangre como una investigación histórica que acredita lo que se conoce como la Masacre de Napalpí y que el 19 de julio (este viernes) se van a cumplir 100 años de este hecho atroz; me gustaría preguntarte qué fue la reducción de Napalpí.

Fue una un experimento de un dirigente que tuvo el Chaco, Enrique  Lynch Arribálzaga de orientación socialista que quería implementar un sistema similar implementado por los jesuíticos en las misiones para que el indio, el aborigen, en ese momento, deje de ser tratado como un animal porque en Chaco había una Sociedad Protectora del Indio como si fueran animales, y él lo quería, con buenas intenciones, quería insertarlos en el sistema capitalista, que sean productivos, que vivan dentro de  las del capitalismo, que adopten una vida sedentaria y que abandonen su condición de nómade y sean realmente humanos.

Enrique Lynch Arribálzaga proponía un sistema como los pueblos misioneros, pero, más pragmático: que el aborigen pasase a ser un peón rural insertado en la sociedad. Eso fue la reducción de indios que hoy conocemos como Colonia Aborigen y tengo entendido que ya tiene rango de Municipalidad.

La reducción era un espacio donde los pueblos o tribus que querían adoptar la vida sedentaria, dejando los montes, tuvieran su rancho, su lugar de trabajo y cobrasen sus salarios para solventar sus vidas.

 O sea, un eslabón más dentro de la carrera de producción.

Así empezó, administrado por el Estado. Chaco era Territorio Nacional, por tanto, los interventores, hay que distinguir, no eran gobernadores sino interventores designados por el Gobierno Central, que a su vez designaban a los administradores de esa Reducción que eran los comercializadores de la producción.

Los peones rurales eran gran parte de las comunidades qom y mocoit. Y también podemos decir, que hubo en menor medida, cosecheros oriundos de Santiago del Estero y Corrientes que llegaban al Chaco para las campañas del algodón.

Esto funcionó uno o dos años hasta que el mal manejo político y administrativo de las administraciones llevaron al descalabro en pleno furor internacional del algodón, donde los tradicionales proveedores de la materia prima a la poderosa industria textil inglesa que eran EE.UU. e India, por diversos motivos no podían cumplir con las demandas.

El hallazgo de la zona chaqueña seduce a los ingleses y presiona al gobierno y a los productores para que generan lo máximo a menor costos ilusionándolos con el furor del “oro blanco”.

Los colonos y los administradores de la Reducción exigen al máximo a los cosecheros y buscan bajar costos para ser competitivos. La gente trabaja de sol a sol, pero en Napalpí, ya no se cumplen lo convenido y ahí empieza el conflicto que escala y terminará con el desenlace terrible que fue hecho la masacre de Napalpí.

¿Qué decía la prensa en ese entonces?

La prensa siempre jugó el mismo papel que juega en la actualidad: es una herramienta, un vehículo del poder. Acompaña siempre la represión y el status quo, como la policía, el Ejército, en otros ámbitos. Es una herramienta de disuasión, de creación de estado de ánimo, de opinión pública, o de contexto. Tanto como la salud, las religiones. Entonces, la prensa, conforma el gran entramado de los poderes que gobiernan que condicionan; pero por otra parte contienen a las sociedades.

En ese momento, la prensa como era de esperar estuvo a favor de la producción del gobierno, de la administración, y como el malestar era de los trabajadores, y, aquí —hay qué hacer una importante salvedad— en Napalpí, se masacraron a trabajadores rurales de origen mayoritariamente aborígenes. En eso hay confusión. porque muchos colegas hablan que fue como que estaban dentro del exterminio de esos pueblos, y es verdad que estaban dentro del exterminio, pero los asesinos no fueron a matar a Napalpí porque eran aborígenes, sino que lo mataron para disciplinar a los peores rurales. Dieron un sangriento escarmiento. Lo mismo hicieron en la Patagonia con los inmigrantes, como muy bien lo ha escrito Osvaldo Bayer. En el sur, mataron a peones anarquistas. Bueno, en Napalpí mataron peones de origen indígenas. No mataron porque son eran aborígenes sino porque eran peones rurales que entraron en huelga. Fue una matanza de peones rurales de origen aborigen que sirvió como un escarmiento porque desde la Masacre de Napalpí hasta los años ochenta y noventa, no hubo más reclamos de los peones golondrinas por el estado de esclavitud o semi esclavitud que vivían durante la cosecha en los campos. La masacre de cosecheros en Napalpí cumplió sus objetivos: el cosechero cayó para siempre. Olvidó. Y yo me acuerdo que justamente en esa infancia feliz que vos me mostraste con la foto, recuerdo que a la siesta, a los pueblos Machagai, Quitilipi y Sáenz Peña llegaban las mujeres aborígenes de Napalpí con su trabajito de artesanía, sus cesterías y canjeaban por ropa vieja, un poco de comida y siempre con la cabeza gacha, siempre con la mirada al suelo, vulnerables, como diciendo dame lo que vos quieras por mi trabajo.

Hace dos años atrás se llevó a cabo el juicio por la verdad de la Masacre de Napalpí aquí en la ciudad de Resistencia, ¿cuál fue tu aporte en ese juicio?

En ese juicio por la verdad donde fue condenado el Estado Nacional, mi único aporte fue mi libro y un elemento clave, la carabina Máuser Modelo 1909 que el Ejército le proveyó a mi abuelo como a tantos para que defendieran al pueblo de Quitilipi de los supuestos malones que atacaban desde Napalpí.  Yo soy un escritor, un periodista, no milito causas; más allá de que adhiero a todos los reclamos. Lo único que hice es haber trabajado un libro donde muestran las dos voces de la Masacre de Napalpí: la de un victimario y la de una víctima. Solo tuve la posibilidad de poder escribir testimonios que me dieron en primera persona, nadie me las contó.

Ese libro, Crímenes en sangre, se transformó en el único elemento probatorio real y concreto que colaboró para que haya un cambio de paradigma y que se revierta la mentirosa historia oficial que estuvo por ochenta años escondiendo la masacre. Por muchos años oficialmente ese episodio sangriento fue una sofocación de malones. Cabe recordar, que en el Chaco después de que finalizara la campaña, mal llamada campaña de pacificación, no hubo registros de existencias de malones. Esa campaña fue tan cruel, el azote que le pegaron a los pueblos aborígenes fue de tal magnitud, que, con el derramamiento de sangre, la tortura y el terror le extirparon simbólicamente el alma a esos pueblos. Es verdad que a veces, algunos cosecheros aborígenes protagonizaban hechos violentos, pero aislados, generalmente cuando llegaban a los pueblos a comprar la provista y bebían alcohol y peleaban entre ellos, pero entre eso hechos y un malón había una diferencia abismal.

La creación del malón como justificativo y el ambiente de pánico en la gente de los pueblos como preparativo para el horror que luego vivieron los peones aborígenes de Napalpí fueron provocados por los colonos, la prensa, y el poder central.  

Partieron de la falaz premisa que la violencia de los aborígenes ponía en peligro los pueblos y harían fracasar la cosecha de algodón.  La masacre no sucedió porque hubo “10 loquitos” en Resistencia que se juntaron en el Jockey Club a jugar a las cartas y decidieron enviar a matar. La decisión respondió a salva guardar el proceso de provisión de materia prima a la industria textil inglesa que en ese momento era poderosísima, y se había quedado sin sus principales proveedores, que eran Estados Unidos y la India. Por diferencias causas, estos países no podían proveer el algodón que necesitaba Gran Bretaña

Por tal motivo, el imperio británico salió a buscar opciones y hallaron en la llanura chaqueña, una zona óptima con posibilidad de lograr proveedor sustituto. Hicieron una campaña fuerte, bien concreta y contundente. En poco tiempo lograron el apoyo irrestricto del gobierno nacional en manos del presidente Marcelo T. Alvear, y en tiempo récord, instalaron una desmotadora modelo en Rosario y abrieron un consulado.  

El presidente Alvear se motivó porque acuñó el famoso slogan que después quedó en los argentinos como espejismo nacional.: vamos a hacer potencia mundial, vamos a hacer los grandes proveedores de algodón del mundo entero, el granero del mundo, el sojero del mundo, el que vamos a alimentar al mundo, y que vamos a hacer potencia, y que vamos a hacer el primer mundo y eso realmente… sigue teniendo un costo muy caro para la vida de los argentinos.

Yo lo tomo como una falta de respeto, diría una vejación a la colectividad, un balazo diario a la identidad argentina. Nunca pudimos desarrollarnos porque estamos frenados por esas afirmaciones que parecen espejitos de colores. Así llegamos a situaciones extremas, o pasamos situaciones difíciles como horrorosas como fue la masacre de Napalpí.

Nuestra historia es simplemente sangre, sudor, frustraciones, riquezas que se van  y hambre que se queda.

Han transcurrido 17 años de aquel encuentro con Melitona Enrique. ¿Qué recuerdos tenés de ese encuentro? Aquí hay una foto que tomó tu hijo, Santiago Solans.

No fue fácil, tampoco fue un proceso lineal, me cuesta contarlo porque se escapa de la literatura, del periodismo, se escapa de las relaciones cotidianas que solemos tener los seres humanos. Viene, precisamente, de esa infancia que te hablé, que fui feliz en Quitilipi donde tuve un padre socialmente activo y constructivo, presidente de la Liga Quitilipense de Fútbol y del Club Social, pero en contraposición tuve un abuelo duro, que había llegado del Chaco a trabajar contra viento y marea, en medio de las adversidades a principio del siglo 20, con toda la rudeza para sobrevivir.

Me refiero a mi abuelo Carlos Eleodoro Ferro, oriundo de Goya, Corrientes. Llegó a Quitilipi, con 19 años, y entró a trabajar en la desmotadora Aselle, quien era un pariente lejano de él.

En esos años, ya se habían instalado varias desmotadoras porque le dábamos algodón barato al mundo gracias a la esclavitud de los cosecheros. Ferro terminó siendo mi abuelo, padre de mi madre, y ese hombre participó en la construcción del escenario falaz del peligro de los aborígenes.

En muchas partes de la historia argentina pasó siempre lo mismo siempre, hay sucios, feos y malos. Él, como hombre de la producción de algodón y como joven, se involucró y tuvo como la mayoría de la población una postura muy recia. Muchos hombres de Quitilipi y Machagai colaboraron activamente con la masacre, no van al frente, pero colaboraron logísticamente y en la retaguardia; por lo tanto, el Ejército a través del interventor, un político santafesino, Fernando Centeno, les proveen armas, las mismas armas que usaron los policías que descuartizaron a los cosecheros den Napalpí.

El estado armó a jóvenes y hombres quitilipenses y de Machagai y los hacían dormir arriba de los techos como guardia para defenderse de los hipotéticos malones que venían a llevarse a las mujeres, a saquear casas, a llevarse todo.

Mi abuelo fue una de las personas que con un máuser carabina calibre 1909 del Ejército Argentino durmió meses enteros arriba del techo con el arma cargada. Fue colono con un almacén de ramos generales, donde también estafaban a los cosecheros. Daban la logística a este centenar de policías asesinos y algunos hacían vivac en las comisarías de Quitilipi y de Machagai.

Como yo era su primer nieto rubio de ojos celestes, él sintió que yo era el heredero natural de esa supuesta estirpe orgullosa de las familias quitilipenses que salvaron a su pueblo.

Cuando quedé huérfano, él fue a Córdoba porque esos hombres tenían otras características particulares, como que se debía hacer cargo de las hijas que quedaran viudas. Llegó a Villa Carlos Paz a buscar a su hija y sus nietos. Por supuesto, mi madre le dijo que no volvía.  

Una siesta debajo de un árbol que todavía está en mi casa en Villa Carlos Paz, donde él se sentaba en uno de esos banquitos de lona, me llamó para conversar. Llamó a uno de sus hijos que lo acompañaba le hizo bajar el arma de su camioneta. Me la dio y con orgullo, con sentido patriótico, heroico, me dice textual, lo que está en el libro. Es el testimonio textual de mi abuelo sobre lo que vivió él  en su “lucha” contra “el indio vago, el indio traicionero, el asesino, el animal, el ignorante, el indio que quería perturbar las producciones de algodón”; esos conceptos construyeron la base del victimario.

Y por el otro lado, después de tantos años, me encuentro con una víctima que cierra el libro y devela el malestar que me producía cada vez que volvía al Chaco. Venía a visitar a mis parientes con ganas y había largas épocas que me divorciaba del Chaco. Me iba siempre intranquilo del Chaco y no volví más por eso.

Pasó mucho tiempo cuando nos conocimos con el editor y librero Rubén Bisceglia. Fue gracias a un escritor que fue interventor de Resistencia y vivió mucho tiempo y murió en Carlos Paz, se llamaba Carlos Cabral. Un día me dice: “Pedro vos que sos de Quitilipi: ¿No me querés acompañar al Chaco. Están por hacer una feria del libro en Resistencia? No, le dije yo, no vuelvo más al Chaco. “Vamos”, me dice, y me convenció. En ese momento volaba el Aero Chaco; fuimos en un vuelo Córdoba- Rosario, Rosario – Resistencia. Participamos de la primera feria del libro del Chaco, que se hizo en la plaza, bajo la lluvia, y conocí al editor Bisceglia. Este peleaba contra las autoridades para que le dejaran hacer la feria porque llovía a cántaros y se hacía en una carpa que se llenaba de agua, entre todos poníamos aserrín. Así quedé en contacto con la editorial librería de La Paz.

Pasaron dos o tres años, y un día recibo un llamado de él que había editado a un periodista colega del diario Norte, Vidal Mario, quien había escrito Napalpí la herida abierta y que quería presentarlo en Córdoba. Me preguntó si yo quería presentarlo a él, y le dije que sí. Yo no lo conocía, me pasó el teléfono, y a los tres meses lo tenía a Vidal Mario en Córdoba. Al evento lo organizaron los residentes chaqueños porque en Carlos paz y en Córdoba tenés chaqueños por donde busques. Hoy hay más chaqueños que peperina en Córdoba, entonces después de la presentación, otra chaqueña nos agasajó con un asado en su casa, y yo ya me había hecho amigo de Vidal, acortamos distancia y en un momento que salió el tema del libro yo le pregunto: “Vidal perdóname que te pregunte, —porque el libro La herida abierta está basado en las documentaciones que Vidal recibió del entonces diputado nacional Claudio Ramiro Mendoza que había encontrado en el Congreso de la Nación— ¿No hay sobrevivientes de esta masacre?”.

 Y me responde: “Sí, hay dos”. Con esta firmeza me lo dijo: Estaba sentado en una esquina, ambos estábamos bebiendo.

“Hay dos. Creo que una murió”.  

Y le digo: “¿Cómo no la entrevistaste, Vidal?”.

Él no conocía mi historia, la de mi abuelo. “Vidal vos sos periodista de prestigio del diario Norte, cómo no entrevistaste a la sobreviviente. Y me dice enfáticamente: “Porque esa es tarea tuya”.

Por eso te digo que el proceso no fue lineal. La respuesta de Vidal fue como un golpe para mí, un piedrazo que vos tiras a un ventanal donde el vidrio no se rompe, pero se raja, bueno, eso fue para mi alma. Vidal tiró un piedrazo que resquebrajó mi alma, porque inmediatamente saltó aquel recuerdo de mi abuelo.

Lo de Vidal lo tomé en serio, no dije nada, y me callé. Cuando él se venía, le digo, cómo hago para encontrar a esta gente. “Yo te ayudo”, me dijo. “Voy a hablar al corresponsal de  “Norte” en Machagai y así llegué con una baqueana que era la hija Rosa Chará, otra sobreviviente que ya había muerto y quedaba su hija, Rosita.

Creo que aún vive en Machagai, y con ella y con el corresponsal de Norte en Machagai, dimos con los hijos, dimos con ella, y ahí empezó lo que yo llamo un proceso iniciático mío de curación, de reparación, por eso ese libro se escapa a la literatura, se escapa al periodismo, porque fue un reportaje después de mucho cruzar lluvias, guadales, de parlamentar con los hijos. Ella estaba muy desconfiada de los policías y de los blancos. No quería hablar, la habían defraudado dos o tres veces personas de su misma comunidad, los grandes historiadores de su comunidad qom. Ella nunca existió, no quería hablar castellano, o sea que tuve que usar a los dos hijos y a Rosa Chará para que le pudieran traducir lo que yo decía, lo que yo pensaba. Fue un proceso. Casi hubo un convenio de almas entre ella y yo.

Entonces, el reportaje no fue solamente de palabra, fue de cuerpo, de mirada, de gestos, de tocarse. Y salí de su rancho, de nochecita en un tractor y en una volanta de acero que era con que se recogía la basura en Machagai porque era la única forma de entrar al camino hacia El Aguará donde estaba el rancho de Melitona Enrique. Llovía mucho en Semana Santa, era un guadal y había que cuidar la máquina de foto de mi hijo Santiago que sacó esas fotos mundialmente conocidas, y la máquina del reportero de Machagai, que era el principal reportero del canal local. Llegamos al hotel con mi familia y esa noche no dormí, y no supe por mucho tiempo cómo hacerlo hasta que dije, bueno, lo hago como salga no me importa el estilo no me importa nada.

Y así fue que en septiembre de 2007 vinimos a presentar el libro; me lo editó una editorial de Córdoba, ediciones del Boulevard, la primera, después ya la segunda fue librería de la Paz que fue para mí la mejor edición porque Bisceglia me dio toda la libertad y ahí yo ya había sumado a la hija de otro represor, ese sí mató centenares: el general Obligado.  También vivía en Córdoba, la nieta de Obligado: Chacana Obligado. Los dos Obligado, los dos generales Obligado fueron genocidas terribles.

Una convención de almas

Para mí, el encuentro que tuve con Melitona fue una convención de almas, y supera el libro. No es solamente literatura ni periodismo.

Cuando yo vengo con el libro y ella se ve en la tapa del libro… (emoción y lágrimas). Me mira. Eso fue 2007. El 14 de enero del 2008 cumplió años y se hizo una fiesta popular en la plaza de Machagai donde el entonces gobernador Jorge Capitanich decretó pedir perdón a ella ante el público. La indemnizó con una casa en Machagai, le otorgó una pensión, y le dio asistencia médica. Hasta ese entonces no tenía asistencia médica. Ella sufría de todo y en ese momento ahí hubo otro hecho muy importante para mí: Rosa Chará me dice: “Vos sabes que se nos va a morir la abuela ahora”. Por qué le dije, “porque los hijos y yo presumimos que ella está aguantando, está soportando, está sobreviviendo para poder cumplir con su misión de hacer conocer la voz de las víctimas, de los que sufrieron, de su pueblo, y ahora que vio el libro que vos le dejaste, ahora en más se nos muere”. No, le dije, no creo. Efectivamente a los meses murió. Murió en noviembre. Yo no quise ir a Machagai. Sabía que se había generado por suerte una convulsión mediática. Estuve antes, 15 días antes. Volvimos a tener otro encuentro de esos y ya me fui. Ya está. Me habló el médico que la atendía, Socko, y él me avisa la muerte de ella.

Ojalá que haya mucho más análisis y estudios, pero en este juicio que vos hablás, cuando la jueza me quería dar por terminado, yo saqué el arma y le dije: “Doctora, acá está el arma. Y yo voy a entregar esta arma al Gobierno de la provincia de Chaco cuando se construya el museo de Napalpí. Por el momento le pido solamente a la Justicia que me dé la tenencia porque yo no quiero que esta arma termine desaparecida o en la casa de cualquier funcionario de turno.

Para culminar esta entrevista yo voy a seleccionar una foto tuya del pasado que la tengo aquí, y la propuesta es hacer un diálogo imaginario donde vos tenés que pensar qué le dice este Pedro joven a este otro Pedro adulto este.

Este ya estaba loco. Enamorado perdidamente de la literatura y del periodismo. Esta foto es en Santa Fe con un compañero, Tito Mufarrege que posiblemente ya falleció. Él era un escritor que había compartido internación en el hospital psiquiátrico estuvo con Jacobo Fijman. Sufrió electroshock y me visitaba, yo vivía en un departamento ubicado en la calle Domingo Silva de Santa Fe, en mi segunda etapa, de ahí me fui a Europa por primera vez. Tenía 24 años y era lo que soy hoy un aprendiz de escritor.

Tengo la pared escrita ya estaba medio loco.

¿Qué le diría? Se me hace difícil, que hice lo que pude…

¿Reconoce algo ese joven Pedro con el de ahora?

 En algo sí, sobre todo en tomar riesgos. En no especular, en lo posible, porque ahí era yo. Estaba muy cerca de Gastón Gori, leía mucho a Alfredo Varela. Gori fue uno de los grandes escritores, siempre ninguneado por el establishment literario, quien contó la historia de La Forestal como corresponde, la tragedia del quebracho colorado. Alfredo Varela es otro de los grandes escritores.  Ha trabajado sobre la vida de los  mensúes. Yo estaba muy cerca de ellos, y concurría a los talleres de Gastón Gori en el barrio Guadalupe frente a la laguna, cerca del puente colgante. Todos escritores muy comprometidos que me formaron.

Y volviendo al de la foto sí, algo en común puedo llegar a tener,  más joven, eso sí.

Las obras de Alfredo Valera Varela que fueron llevadas al cine.

Río oscuro que Hugo del Carril hizo Las aguas bajan turbias y que el general Perón los tuvo preso a los dos en un colabozo, donde Hugo del Carril tuvo que pedir permiso para ir a ver a Varela. En el cine esas son anécdotas donde se mezcla la política y lo que hacemos los que escribimos, pero Gastón Gori, por suerte logró que la Universidad Nacional de Córdoba, poco antes de morir, le otorgara el Doctor Honoris Causa a partir de la obra La Forestal: la tragedia del quebracho colorado. Después hubo artistas y colegas que sacaron, que difundieron mejor sus cosas, pero ese libro es fundamental, fue fundamental en mi vida, y el Río oscuro de Varela que es más o menos en la misma línea de Crímenes en sangre están escritos con carne, con sangre, con el corazón. No les importó a ellos ni a mí tampoco en un género literario, eso déjalo para los que estudian literatura.