Si una migración voluntaria es una apuesta, una desmigración es, para muchas personas, un fracaso. Será por eso que de ese tema mucho no se habla. Material narrativo sobre expatriación abunda, pero sobre la repatriación, poco y nada. Como si no se pudiera concebir la mutación de un proyecto de vida. Como si instalarse en otro país sea un sacramento irrompible, hasta que la muerte nos separe.
¿Pero qué pasa con quienes ya se sacaron la duda de vivir afuera? ¿Con quienes atravesaron el arduo camino de la ilegalidad a la legalidad pero, una vez conseguido ese status, desean regresar a su país? ¿Con quienes inician su migración en soledad y después de un tiempo procrean con una pareja extranjera pasándole a su descendencia una identidad híbrida que así como les nutre, les confunde?
Macarena Álvarez y su esposo el día que dejaron su antigua casa en Gales.Cuando digo “quienes”, me refiero a mí misma. La chica que cruzó el océano a los veintidós años y después de una temporada en Madrid, se enamoró de un galés que conoció en un viaje a Londres, ciudad a la que se mudó y en la que se convirtió en madre. La mochila con la que llegó se fue agrandando y el Reino Unido pasó de ser un país lejano del primer mundo, al lugar donde formó un hogar familiar.
La familia de Macarena Álvarez un día que amaneció nevando en su «otro hogar».Once años de British life pegan. Más si en ese período de tiempo te ponés a trabajar formalmente, te comprás una casa y parís dos hijos. No es solo habitar otra lengua, es adoptar otras costumbres. Cualquiera que lleve un tiempo largo en otro país, comprenderá que la transformación es potente. La identidad se duplica y no sabes qué te representa más ni qué honrar un domingo a las cinco de la tarde: si una docena de facturas en la casa de una amiga o una pinta de cerveza fría en el beer garden de un pub victoriano, rodeada de desconocidos.
El yo empieza a complejizarse porque así como me reconozco en la argentinidad, me reconozco en la extranjería. Soy tanto la que habla otra lengua como la que se fue. Y esa dualidad me constituye. Un poco de esto y otro poco de aquello. Entonces, el solo hecho de plantear un regreso me ubica en un nuevo lugar que me cuesta entender.
Creo que, justamente por esa fusión que late en el corazón de cualquier migrante, la pregunta de la vuelta es difícil de abordar. Muchas personas que migran se aferran con uñas y dientes al nuevo país que habitan y borran por completo las costumbres propias de su tierra, pero muchas otras, en algún momento, empiezan a sentir el peso del desarraigo. A veces, esto está intrínsecamente ligado a la crianza de hijos e hijas que crecen lejos del país que nos vio crecer. Mentiría si dijera que no me duele que mis hijos pronuncien guitala en vez de guitarra porque no saben rolar la erre o que no me moleste que no les guste comer empanadas o choripanes. Claro que duele, claro que molesta.
Como madre migrante, he tratado de acercarles la patria a mis hijos británicos. Lo hice principalmente a través del fútbol y la comida (¡miren este gol de Messi!, ¡prueben este alfajor con dulce de leche!), pero no tuve mucho éxito. Además de que no les hablo en español como debería. Hago el mea culpa y acepto mi error entendiendo que una buena manera de revertirlo es exponiéndolos al idioma. Viviendo en Argentina no les va a quedar otra, pienso. Ahí sí que van a adquirir, finalmente, el español y con él, el superpoder del bilingüismo.
Esa fue una de las razones por las cuales la idea del retorno empezó a merodear en mi mente. Eso sumado a sus edades. Tienen ocho y cinco años. Si no hago este movimiento ahora, no lo hago más. Y el impacto en su psiquis, creo, es menor ahora que en la adolescencia, por ejemplo. Siento que la adaptación les resultaría más difícil si tuvieran doce y catorce años. Ahí opondrían verdadera resistencia e imagino que me fulminarían con miradas asesinas.
Así que, entre ese remordimiento relacionado a la lengua y otras cosas como familia, cultura, trabajo, fue que traje la propuesta de desmigrar a la pareja. Todo un conjunto de cosas que convergen en el desarraigo, un concepto con el que nunca resoné, hasta hace poco. La pregunta del regreso, en el pasado, se acercaba y yo, con absoluta eficacia, la apartaba rápidamente, sin darle una chance de plantar la semilla en mi cabeza. Pero, de repente, se hizo más complicado apartarla. Me faltó la fuerza de Virginia Wolf, que le bastó con lanzar un tintero para matar al ángel del hogar, después de que la persiguiera por décadas respirándole en la nuca, impidiéndole escribir con libertad.
Y así fue como un día respondí a la pregunta del regreso con un: puede ser. Y otro día con un: capaz. Y otro con un: probemos. Y me entregué a la logística de la mudanza internacional y a la nostalgia de la despedida. En el 2023 decidimos que a mediados de 2024 nos iríamos y no solo pusimos la casa a la venta sino que verbalizamos la decisión y todo nuestro entorno se enteró de que estábamos preparándonos para el final.
Hubo reacciones hermosas del lado británico y algunas no tan hermosas del lado argentino. En vez de un how exciting, amazing news, what a great adventure, escuchábamos ¿están seguros?, Argentina caducó, mira que acá es todo un desastre. Entendible. Mudarse de un país que te da seguridad y libras a uno que te da inseguridad y devaluación es, para muchos, una red flag. Y si encima, al poco tiempo de anunciarlo, el gobierno da un vuelco hacia la extrema derecha, qué demonios. Igualmente, trato de meter las argumentaciones clásicas en una bolsa de basura mental y confiar en un proceso que tiene mucho más que ver con lo emocional que con lo económico.
Queremos darle una oportunidad a esta experiencia. Si bien una parte de mi dice: estas demente, hay otra que dice: la vida es una. Y si no pruebo, no me entero. ¿Es riesgoso? Es riesgoso. ¿Da vértigo? Da vértigo. ¿Me adaptaré? ¿Se adaptarán mis hijos y mi marido? No lo sé. ¿Siento culpa por desarmar lo que teníamos allá? Claro que sí.
Mi casa, que se vendió, era de película. La compramos con una hipoteca en el 2019, en un pueblo rural de dos mil habitantes, en el norte de Gales. Nos mudamos de la gran ciudad al campo porque los precios y el espacio eran mucho más amigables que en Londres y porque teníamos a mis suegros cerca, ávidos de darnos una mano con nuestros hijos. Así que allí fuimos. Y disfrutamos de un cottage del 1800 que era realmente de ensueño. Mi hijo más chico tenía tres meses de vida. Ahora tiene cinco años y medio.
Fue una época donde el hogar ocupó un lugar central, intensificado por la pandemia y mi segundo puerperio. Años de mucho tiempo casero en el que hubo juegos, berrinches, bedtime stories, dibujos en la mesa, burbujas en la bañera, saltos en la cama elástica y verduras en la huerta. Un tiempo que tuvo a la vez la agitación y la calma propia de la crianza. Un tiempo de mucho adentro y poco afuera. Y de una expansión creativa sin precedentes. Fue en esa casa donde escribí mi segunda novela y donde grabé cuatro temporadas de un podcast que impactó positivamente en la vida de muchas madres. Fue ahí donde afirmé mi condición de artista.
Todo eso que vivimos hizo que el proceso de desarmarla fuera profundamente demoledor. Después de varias semanas de tirar/donar/vender muebles, ropa y juguetes, logramos vaciarla. Cada una de estas acciones me provocó llanto. Era como un aguijón que se iba clavando hasta que se me hacía imposible contener las lágrimas. Y largarlas era lo único que podía hacer para seguir funcionando. Sentí que tenía un pariente convaleciente al que veía apagarse poco a poco. Sí, asocio el proceso con una muerte lenta.
Mi hijo de cinco años está como una libélula porque no dimensiona, pero el de ocho no entiende por qué lloro si irme es mi decisión. Y, como su deseo es permanecer en Gales, se enoja. Yo soy, por supuesto, la culpable de su sufrimiento. Why are you not normal? ¿Cómo? Why were you born in Argentina? Claro, sus estándares de normalidad no incluyen una madre que habla otra lengua. Para su imaginario, yo no soy normal. Y, si bien el Reino Unido es un país multicultural, la mayoría de sus amigos son británicos con madres británicas. Eso lo frustra. Su parámetro de normalidad sigue excluyéndome.
Mi marido todavía no sabe con qué sentimiento identificarse. Elige uno y recula, elige otro y recula. Se aferra a la ilusión de una aventura en la otra punta del mundo y sus ojos empiezan a brillar pensando en largas bicicleteadas por la Patagonia, por ejemplo, hasta que se baja de esa ola ilusoria y choca con el temor de la incertidumbre laboral, los miles de asados interminables y los mosquitos, por ejemplo. Dar un salto de estas características para un hombre de más de 45 años es un montón. Creo que si no supiera hablar español, estaría realmente preocupado pero, por suerte, habla a la perfección. Y conoce, por todas las visitas que hizo en sus doce años de relación conmigo, la idiosincrasia argentina. Además, ya fue migrante en Barcelona. Haber ocupado ese rol es otra gran ventaja que siempre le recuerdo.
Así y todo, llegar a Argentina sin un mueble ni un electrodoméstico me debilita emocionalmente. Arrancarles a mis hijos su sentido de pertenencia, también. Romperle el corazón a mi suegra, ni te digo. ¿Soy una adulta irresponsable? ¿Por qué no busco el confort o la simpleza de la vida? ¿Alguna vez dejaré de construir y destruir mi destino? ¿Mi marido terminará odiándome?
Mientras me hago estas preguntas, pienso que desmigrar también es apostar. Son otros los objetivos, pero no deja de ser una apuesta corajuda de felicidad. Pienso, también, en lo adrenalínico que es un cambio de estas proporciones y en que seguramente la experiencia traiga aparejado crecimiento. Lo no lineal, por lo general, nos lanza a un nuevo mundo de emociones que ensancha nuestro universo personal y nos hace sentir más vivos y vivas. No se me ocurre algo menos lineal que Argentina como experiencia de vida.
No sé si mi cuerpo está preparado para el caos inflacionario, los trecientos tipos de dólares, los escándalos político sociales, las bocinas, el estrés colectivo, pero si nos predisponemos, es probable que, con tiempo, logremos la armonía que estamos buscando. Para eso es necesario escucharse a una misma más que a los demás. El ruido interno es el que marca el ritmo del destino. Si hay algo que puja, hay que darle lugar, dejarlo salir. Y así estoy, abierta en canal y sensible a más no poder, esquivando las balas que dispara la coyuntura para darme la oportunidad de reacomodar mi existencia. Y de plasmar esa hermosa vida familiar construida en un pueblo del norte de Gales, en otro lugar.
Por último, se me viene a la mente un concepto que escuche de la boca de Clara Obligado. Ella, que es escritora y migrante, habla de la herida fecunda del extranjero o extranjera. De algo que duele y algo que nace. La pérdida de la patria duele y todo lo que trae el nuevo lugar nos hace florecer como personas, renacer. Lo he vivido en carne propia. He lamido, una y mil veces, esa herida. Y creo que abrirla en el cuerpo de las personas que más quiero es un acto de amor. Su piel de migrantes será más gruesa y más nutricia gracias a esa herida. Como la mía, desde que migré.
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Macarena Álvarez nació en Argentina en 1984. Tiene dos hijos: Atticus y Benicio. Es graduada en Comunicación Publicitaria y amante de la literatura. Hizo un Máster en Escritura Creativa en Hotel Kafka (Madrid) y publicó dos libros: Los meses inciertos (2016) y Algo explotó acá adentro (2023). Es co-creadora de Comadre, un podcast a favor y en contra de la maternidad. También creó el club de lectura de autoras Minerva y co-creó el taller Navegar el desarraigo, en torno a la migración y las maternidades. Su Instagram @makialvarezt. Su email: makialvarezt@gmail.com.