A eso de mis quince años miraba “Media falta” en la tele. Durante apenas dos o tres episodios, uno de los chicos se planteaba si era posible que estuviese enamorado de su mejor amigo. Algunos capítulos después, concluía que no, y se ponía de novio con una chica. Yo no era fan de la novela, ni la veía religiosamente, pero, por alguna razón, nunca me olvidé de esa pequeña parte de la trama. No me había sentido necesariamente identificada cuando la vi, pero algo me despertó un temor, un nerviosismo, una sensación de “ojalá eso nunca me pase a mí”. Me parecía algo hasta pesadillesco, del orden de lo siniestro.
Yo iba al Carlos Pellegrini (un colegio universitario, militante, diverso, inclusivo, que impulsaba al pensamiento individual, a la lucha por los derechos y recalcaba la importancia de tener voz y voto y de usarlos), estudiaba teatro, escribía poesía, era hija de psicólogos, leía bastante, y tomaba clases de música. Nada indicaba que mi orientación sexual fuese a ocasionar un problema para mí, incluso si se alejase de la que socialmente se esperaba que fuera.
Julieta Sverdlick cuando estaba en el colegio secundario tocando la guitarra en un recreo. Aun así, recuerdo conversar con mis amigos y afirmar, totalmente segura y sin mentir, que la idea de besar a otra chica “me daba asco”. Siempre me habían atraído los chicos y había tenido mi primer novio a los catorce, recién terminado segundo año. Sin embargo, las escenas de “Media Falta” que había visto entre mates y galletitas se me quedaron grabadas hasta el día de hoy.
Con una mirada de «por qué a mí», Julieta Sverdlick transmite sensación de búsqueda.Me acuerdo, sobre todo, de la sensación rara que tuve en la panza al verlas, y de una incomodidad casi física que me duraba todo el resto del capítulo, y del día. “¿Viste lo que pasó con el personaje de Bruno ayer?” “Rarísimo, yo dejo de ser tu amiga si flasheás esa”, había escuchado a la mañana siguiente entre clase y clase. Yo no quise comentarlo con nadie. Un instinto me hizo guardar ese recuerdo y esa incomodidad en algún cajón bajo llave, y decirme a mí misma que no significaba nada.
Nunca me planteé que “salir del closet” podría ser un problema. Nunca lo hice, porque jamás había pensado que era algo que iba a tener que atravesar yo.
A mi primera novia la conocí durante mi último año de colegio, nos hicimos amigas rapidísimo y yo empecé a desesperarme si no arreglábamos alguna salida, si no quedábamos un día concreto para vernos, o si no me contestaba algún mensaje. No podía entender por qué se acrecentaba mi nivel de angustia a pasos agigantados cada vez que no estaba con ella, por qué ya no me interesaba ver al “chico que me gustaba”, por qué un día empezamos a darnos besos, por qué nos celábamos, por qué queríamos estar juntas todo el tiempo. Hoy pienso que, si mi cabeza hubiese comprendido lo que estaba pasando, jamás me habría permitido vivirlo. Avancé a ciegas (pero cargada de una angustia que no me soltaba el cuello y a la que no sabía ponerle nombre) durante meses, hasta que pude admitirme a mí misma lo que me pasaba. Estaba enamorada de una mujer. Esa realidad cayó sobre mí como un baldazo de agua fría, aunque a mi alrededor ya muchos se habían dado cuenta tiempo atrás, y yo se los había negado completamente convencida.
La homofobia se me fue apareciendo y haciendo evidente en los lugares menos pensados. Había transitado los pasillos del Carlos Pellegrini durante cinco años, quince divisiones de treinta y cinco adolescentes por año, y no había escuchado jamás mencionar que alguno de mis compañeros fuera gay. La primera vez que una conocida mencionó al pasar que “quizás le gustasen las chicas”, las miradas se esparcieron por el salón como palomas cuando alguien corre por el centro del círculo donde están reunidas. Parecía que nadie nunca iba a volver a mirarla a los ojos.
Algo en mí ya intuía que contar en casa que estaba saliendo con una mujer no iba a ser sencillo. No era consciente de eso, no tenía un miedo activo y pronunciable hacia la reacción de mis padres, sin embargo, no podía ni imaginar el momento de enfrentarlos con esa información. En realidad, no podía imaginarlo, porque no podía admitírmelo a mi misma. Me atormentaba seguido una escena que me había inventado: me imaginaba a cualquier persona tratando de explicarle a alguien quién era yo, recurriendo a “Julieta, la del Pelle, la que es lesbiana”, “¡No quiero que eso sea lo primero que se diga sobre mí!”, pensaba con el estómago revuelto de vergüenza. La mayor fuente de rechazo hacia mí venía desde adentro mío.
Lloré durante casi un año entero. Los primeros meses, sin siquiera saber por qué. Con “mi amiga” nos decíamos te amo, hablábamos constantemente, dormíamos juntas varias veces por semana, pero no podíamos admitir que nuestra relación no era únicamente de amistad. Yo no podía porque no lo sabía. Realmente no lo sabía. Era lógico, era obvio, era ridículo. Hacíamos todas las cosas que hacen las parejas.
A la mañana éramos el primer “buenos días”, a la noche el último beso antes de dormir. Compartíamos las noticias buenas, las malas, tomábamos juntas decisiones importantes y también banales, pasábamos horas charlando sin parar y en silencio, teníamos secretos, anécdotas, miedos, peleas, risas, sexo, proyectos, ideas, y muchísimo amor. Pero no podía verlo. La negación no era voluntaria, era completamente inconsciente y profunda. “¿Por qué no se besan todos los amigos?” Mis razonamientos sin sentido intentaban justificar una realidad que parecía tan lejana que no podía entrar ni en consideración.
Hoy mucha gente se queja de la representación “por obligación”. He escuchado comentar a varias personas que están cansadas de que en todas las series haya un personaje gay porque “tienen que poner uno para llenar cierto cupo”. Es verdad, las historias más interesantes son las que se cuentan porque hay algo que se quiere decir, y no por obedecer una exigencia externa. Pero la representación cambia vidas. Salva vidas. Yo no había tenido a disposición jamás ningún material con chicas lesbianas a mi alcance. Ni libros, ni series, ni películas, ni nada. Hasta una edad mucho mayor a la que me gustaría admitir, no podía concebir que el amor entre dos mujeres pudiese ser una realidad.
Todo cambió cuando conocí a mi profesora de canto unos años después de empezar a salir con mi primera novia. Ella también estaba en pareja con otra mujer. No solo eso, sino que también habían abierto una escuela de teatro, tenían amigos, un departamento hermoso y un perro. Yo estaba sorprendida, y mi propia sorpresa me confundía. ¿Qué era lo que me resultaba tan raro? Me di cuenta gradualmente de que en el fondo creía que eso no iba a ser posible para mí. Que siendo lesbiana no podía tener una vida “normal”. Que siendo lesbiana no se podía ser feliz. Mi pareja (que de a poco se fue asentando en el lugar de “pareja” casi inevitablemente y sin que tomáramos una decisión consciente al respecto hasta mucho después) también pensaba así.
“Mis amigas volvieron a insistir en presentarme a algún chico” me decía ella cada vez que volvía de otra fiesta a la que no me había llevado. “¿Y qué les dijiste?”, “Nada, me reí” Yo fingía que la idea me daba gracia y la abrazaba mientras ella se quedaba dormida. Después me pasaba un par de horas mirando el techo en silencio. Habíamos decidido no contarle a nadie que estábamos juntas, y ese aislamiento transformaba la profecía en cierta poco a poco. La felicidad y la lesbiandad no eran compatibles. Estuvimos años en silencio. El fantasma de lo que ocurriría cuando nuestro alrededor se enterara crecía y se volvía más y más terrorífico. Estábamos encerradas y cada una se había transformado en la única salvación de la otra, su único respiro, pero también en la culpable de todos sus males.
Fuimos una bomba de tiempo, olla a presión, hasta que yo no pude más y empecé a contarlo. Mi instinto, en tanto a la reacción de mis padres, no había estado errado. En el centro de una familia progre y abierta se desató un sismo que resquebrajó los cimientos de libertad que tanto querían promover. ¿Cómo no iban a reaccionar de esa manera, si el rechazo a la homosexualidad estaba tan presente en todos, a veces subrepticiamente, a un nivel tal que hasta a mí misma se me había hecho carne sin querer? Cuando no pude más, le conté a mi mejor amiga, llorando y tapada de pies a cabeza con una frazada. No podía mirarla a la cara mientras confesaba, finalmente, que estaba de novia con una chica. Ella me abrazó, y le dio la importancia necesaria para que yo no me sintiera expuesta. Ni mucha, ni poca. “Gracias por quererme igual”, le escribí en un mensajito de texto apenas se fue de mi casa. Por suerte el resto de mis amigos y personas cercanas tuvieron reacciones que también fueron empáticas y positivas, y mi mundo empezó lentamente a poblarse de nuevo.
De a poco entendí que todo lo que venía de afuera me afectaba porque hacía eco en mí. Hacía eco de lo que pensaba yo sobre mí misma. Empecé a conocer a otras parejas de mujeres, encontré una comunidad que desde el afecto y la comprensión me puso en evidencia mis propios prejuicios, entendí que existimos y ocupamos espacio, que tenemos nombres, derechos, que nuestro amor es tan hermoso como cualquier amor. Aprendí que es importante no callarse, abrirse paso, compartir, pronunciarse. Quizá si hubiese tenido a algunos personajes lgbtiq+ durante mi infancia y adolescencia, además del fugaz de “Media falta”, me habría ahorrado unos años de llanto y encierro. Por eso hoy escribo. Porque yo también quiero extender mi mano a quienes estén buscando de dónde agarrarse. La representación salva vidas. Los amigos y la comunidad también.