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La huerta familiar para la seguridad alimentaria, un exitoso fracaso en Argentina: la clave de la biopolítica


Por Pablo Ermini (Investigador/ Extensionista en INTA)

El movimiento impulsado en gran parte del mundo respecto de la promoción del cultivo de pequeños espacios urbanos para la autosuficiencia alimentaria es ampliamente conocido. También lo es la producción científica que ha intentado caracterizar y compartimentar la diversidad de formas que pueden asumir estos espacios y los resultados de estas experiencias en relación con los beneficios que se pregonan.

En la producción científica y técnica procedente de miradas optimistas, se cuentan historias de las antiguas ciudades que se proveían de lo necesario con el trabajo de la tierra que ocupaban. Incluso, movimientos del urbanismo, que no tienen un interés puntual en tratar el tema de la agricultura en la ciudad, exponen toda una serie de mantras entusiastas bajo la figura de quienes rememoran esas escenas urbanas en sus obras. Mucho de ese contenido se ha incorporado al discurso dominante de circulación internacional.


En Argentina, al final del primer gobierno democrático, luego de la dictadura militar iniciada en 1976, ya se sentía madurar, en el territorio, una afluencia de fuerzas similares a lo que había significado, para América Latina, el programa Alianza para el Progreso.


Con la exacerbación de las políticas neoliberales a inicios de 1990, en el país, se extendió toda una serie de políticas de urgencia alimentaria para asistencia en el marco de la crisis causada por el ajuste económico que culminó con articulaciones entre el Estado Nacional y los gobiernos locales.


La experiencia de mayor relevancia popular fue el reconocido Programa PROHUERTA que se desarrolló durante un extenso periodo y, de manera alternada, se le destinaron fondos del Estado Nacional.

Se trató de un paquete de medidas de amplio apoyo popular. Esa tradición finalizó con la presidencia de Javier Milei y su partido liberal libertario, a partir de un supuesto cambio radical en las propuestas políticas, pero acelerando e intensificando las estrategias biopolíticas en su más cruel versión hasta ahora conocida.

Una de las cuestiones que despierta más interés en examinar, es el proceso entre bambalinas que antecedió a tanta popularidad de los programas como el PROHUERTA. Una de las particularidades de los análisis más vigentes es la escasa visibilidad de la acción concreta de toda una serie de intervenciones no gubernamentales para lograr afianzar, de manera gradual, el convencimiento de que se trataba de una práctica que lograría la emancipación de las familias al asistencialismo del Estado. Sin embargo, no se corresponde a una genialidad o ocurrencia política que se puso en marcha de manera espontánea a través de una aglomeración de buenas intenciones. El marco internacional para este despliegue fue el Consenso de Washington.


La puesta en marcha de un plan de autonomía en materia alimentaria se consolidó a la manera de un flujo unidireccional que partía de determinadas organizaciones no gubernamentales de nivel internacional a los sistemas de organización más rudimentarios. Esas organizaciones aportaron la fuerza de trabajo para barrer el territorio. La integralidad del avance fue tan amplia que comprometió incluso a las instituciones religiosas, de todos los credos y todos los tamaños.


La situación actual de la economía de los sectores vulnerables brinda suficiente evidencia para afirmar que el desempeño de programas como el de autoproducción de alimentos no funcionó como se esperaba. Pero hay que decir que no funcionó ni aquí ni el mundo entero, incluso hasta en los países más desarrollados surgen fuertes evidencias acerca de que, en muchas ocasiones, la práctica de la agricultura para autoconsumo ha generado efectos adversos o bien contrarios a los beneficios que pretendían conseguir. Es más, si hubiera sido efectiva la implementación de estos programas de autoproducción de alimentos otro sería el nivel de impacto de la actual crisis social y económica que plantea este nuevo pulso de avance neoliberal bajo el experimental modelo anarcocapitalista.

Sin dudas, las huertas familiares no han podido enfrentar la agresiva restricción de ingresos de las clases populares, ni el desmantelamiento de las políticas asistenciales. Las estadísticas son elocuentes con relación al crecimiento de la inseguridad alimentaria que sufren, en mayor medida, las clases sociales más vulnerables en los últimos meses.


De todas formas, la Argentina viene de una alternancia de gobiernos que han implementado recetas neoliberales, sin embargo el aporte económico y su operatividad para estos programas de autoproducción de alimentos dirigidos a los sectores populares se habían mantenido. Por lo tanto, esto alienta a plantear varios interrogantes ¿Por qué se mantuvo una acción cuyos magros resultados históricos en materia alimentaria estaban lejos de las pretensiones? ¿Por qué el actual gobierno de corte ultraneoliberal reacciona de manera tan diferente a sus antecesores neoliberales ante la política de asistencia a la autoproducción de alimentos?


En base al núcleo de la primera cuestión, exploremos en las entrañas de un caso homólogo pero anacrónico de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de la campaña nacional Dig for Victory (cavando para la victoria) que desarrolló el gobierno británico en plena Segunda Guerra Mundial, por lo tanto, ya se podría apuntar que la idea de empujar a las clases populares a agarrar la pala para paliar la crisis nunca fue una idea tan original.


Todas estas viejas historias sobre la guerra, el hambre y la unión en un sentir nacional siguen alimentando las discusiones en el Reino Unido. Se pueden sintetizar en dos visiones enfrentadas: una que reivindica la campaña del gobierno británico como una forma heroica de haber aunado fuerzas y recursos para ganar la Segunda Guerra Mundial ante la batalla interna del hambre y la desesperanza en la nación; la otra crítica se detiene en la operación de la construcción de imaginarios colectivos que justifican medidas de gobierno que promueven la austeridad en el sector popular y la efervescencia de un ser nacional, con una malograda producción de alimentos, pero extraordinaria efectividad en mantener el orden y control sobre la población.


En cierta manera, es similar el caso argentino en torno al interrogante de cómo se explica toda la articulación política nacional e internacional ante el fracaso de una política alimentaria basada en la autoproducción de alimentos. En este largo periodo de implementación, es cierto que hubo altibajos y resignificaciones. Algunos gobiernos las reivindicaron y otros actuaron con desinterés ocultando su mirada escéptica. No significa que no se hizo nada o que siempre fue todo lo mismo; el neoliberalismo viene actuando a un compás diferente en cada embestida y la población resiste como puede.


Así, toda la fuerza y el entusiasmo que tuvo la promoción de la huerta familiar y comunitaria para lograr la seguridad alimentaria primero penetró en la política pública como bisturí para extirpar los programas estatales de asistencia alimentaria directa. En poco tiempo, luego de cierto desempeño positivo en sostener la credibilidad de las instituciones de gobierno durante la crisis del 2001, las bases de articulación con el sector estatal se consolidaron como estructura interna y un prodigioso trabajo de aseguramiento de fondos públicos permitió utilizar estos pilares para un desarrollo integral de las políticas alimentarias y de fortalecimiento de la agricultura familiar. De ese modo, se crearon nuevos organismos públicos y nuevas áreas, más allá de los existentes, a efectos atender la catastrófica erosión de los modelos tradicionales de agricultura familiar como consecuencia del avance del agronegocio corporativo.


Por lo tanto, el problema no es la política sino su funcionamiento y, en especial, la serie de políticas no articuladas y no potenciadas para la generación de bienestar en los sectores populares. De alguna manera, la visión particular, aislada y simplificada a la hora de pensar las políticas, es el error. Al mismo tiempo, esa simplificación es una clásica estrategia neoliberal para indignar la opinión pública y justificar el desmantelamiento del Estado que sea capaz de salvaguardar los bienes comunes.


A partir de las líneas expuestas, se puede avanzar en esclarecer el otro interrogante que se planteó. En el inicio del gobierno de corte neoliberal del año 2015, fue elocuente la trascendencia que tomaba el programa PROHUERTA con los medios de comunicación. Una muestra de ello son las notas periodísticas sobre una huerta orgánica establecida por la primera dama en el parque de la residencia presidencial. Una escena copiada de algunos años atrás cuando Michelle Obama tuvo el mismo gesto y que además ya había sido elaborada previamente por el gobierno inglés para promocionar tales prácticas en la población durante la campaña Dig for Victory a mediados del Siglo XX. También hay coincidencias en que las actuaciones fueron precedidas por medidas de austeridad para las clases populares y un fuerte llamado a la unión nacional en apoyo a las acciones del gobierno contra el bienestar popular.


En el actual pulso neoliberal para la Argentina, denominado anarcocapitalismo, existe cierta desorientación de cómo se asumen todos estos antecedentes.


Se presenta una intersección que pone en juego, de manera muy actual, las contradicciones en las formas de autoconsumo de la agricultura en la ciudad. Gobiernos que se presentan con afinidad ideológica absoluta reconocen plenamente que las políticas de mercado y el ajuste económico constituyen la causa de la pobreza, pero a efectos de mitigar la inseguridad alimentaria toman medidas diferentes respecto de los planes y programas dedicados a la promoción de la autoproducción de alimentos.


Si bien el campo popular no es el único que tiene lecciones aprendidas, los sectores concentrados de la economía transnacional también. Si se fortalece lo público, aunque sea a los fines de suplantar otras funciones que distribuyen poder a quien se quiere debilitar, será asumir que es posible que los intereses populares tomen más fácilmente la iniciativa de dirigir su funcionamiento. Por lo tanto, en el actual clima de incertidumbre, no es que la cultura de la huerta familiar no será utilizada con fines gubernamentales, sino que será bajo reglas más estrictas del mercado y volverá a las raíces de la articulación inicial entre esferas de organismos internacionales y las alianzas locales.


Debajo de la explicación parcial y refutable de esta realidad expuesta, se encuentra subyacente el problema de la biopolítica. Su importancia radica en ser explicativa de aquellas contradicciones que se encuentran presentes en el despliegue de políticas dirigidas al sector popular en materia de agricultura y alimentación.


La biopolítica se expone como una forma de ejercicio del poder que se ha perfeccionado con el avance tecnológico y que ha ocupado todos nuestros espacios. Las estrategias biopolíticas se evalúan en su capacidad para incidir en la vida de la población y que va más allá de las cuestiones que habitualmente se asumen como políticas. En ese sentido, la biopolítica es un cambio radical en la forma de ejercicio del poder que transiciona de hacer morir y dejar vivir hacia el hacer vivir y dejar morir. Sin embargo, es importante reconocer que no hay manera efectiva de sortear el problema de la biopolítica y que más allá de nuestras afinidades ideológicas, en los tiempos modernos, siempre estuvimos bajo esta forma de ejercicio del poder.


El problema al que nos enfrentamos hoy en Argentina es que estamos ante una radicalización de la biopolítica que amenaza directamente las capacidades para repensar y remodelar el funcionamiento democrático de la sociedad y no ante un sistema que pueda proteger o negociar los recursos naturales estratégicos que hoy se disputa el poder económico concentrado que no tiene en mente resguardar la vida de toda la población. El abandono de todo tipo de intervención estatal para el aseguramiento de ciertas condiciones básicas para la vida -hayan funcionado bien o mal según el parecer de quien lo mire- es un movimiento biopolítico que deja a la población a la suerte de la prodigiosa mano del mercado, que dirá a quién se hacer vivir y a quién se deja morir.


Es crucial declarar el peligro que conlleva no entender los tiempos biopolíticos y no limitar a través de mecanismos democráticos el lado más oscuro de la biopolítica, ya que su cara anversa fue la tanatopolítica ejercida en todo el proceso de exterminio que llevó adelante el nazismo, principalmente, a través de los campos de concentración.


Este exitoso fracaso que declara el título de este breve texto intenta animar a bancarse el sentido contradictorio de ciertas políticas públicas dirigidas al sector popular y sus capacidades para alcanzar el bienestar de la población más allá de su desempeño y competitividad en el libre mercado. Bancar la política no sería dejar de establecer críticas a un sistema que erosiona a toda la sociedad en su conjunto, sino que significa repensar, reconfigurar, remodelar y así todo tipo de movimientos, constantes y perpetuos, que apunten a mejorar las condiciones de vida que nos puedan conducir a la consolidación del bienestar de toda la sociedad y construir una nación justa e inclusiva en su más amplio sentido. Entender que son tiempos en los que, más que nunca, necesitamos lecturas en clave biopolítica es crucial para salvaguardar a todo el pueblo argentino de este embate neoliberal.