Adaptarse o morir

La dura opción “Adaptarse o morir”, formulada por el presidente Javier Milei, es también un presagio dirigido a todos los empresarios argentinos en un contexto de integración al mundo. Con la confianza de haber reducido el riesgo país por debajo de 600 puntos y abaratado el costo del capital para invertir y emplear, Milei señala un camino que juzga irreversible. El Estado debe replegarse a funciones que pueda financiar sin afectar ese logro y las empresas no deben dar empleo a cualquier costo, sino crear valor a precios internacionales para que el esfuerzo colectivo se transforme en riqueza verdadera.

Pero esas actividades, y en particular la industria, no surgieron ayer de un repollo. Son resultado de un modelo de sustitución de importaciones que tiene ya casi cien años de vigencia y sobre la base del cual se desarrollaron fábricas, pueblos, barriadas y comercios. Funcionó con altos costos laborales, distorsiones fiscales, con inflación y sin crédito, pues, en una economía cerrada, todo podía trasladarse a precios. Como nadie resolvió la cuadratura del círculo, ese esquema no fue sustentable e hizo crisis numerosas veces, acabando siempre en devaluaciones.

En los años setenta, los analistas aceptaban como natural esa anomalía y culpaban a los ciclos de “stop and go” por frustrar las mejoras salariales y la expansión productiva con crisis cambiarias perversas que provocaban ajustes regresivos. Sobre ello debatían Marcelo Diamand, Jorge Katz, Aldo Ferrer y Guido Di Tella, entre otros. No proponían apertura y reconversión, sino tipos de cambios múltiples, mayores retenciones al campo, fomento a las exportaciones no tradicionales, reintegros y reembolsos, promociones selectivas, desarrollo de industrias básicas, banca de fomento y otras recetas del laboratorio intervencionista.

El peronismo se frota las manos al augurar cierres de fábricas, pérdida de fuentes de trabajo, éxodo de técnicos, destrucción de capital humano y “desindustrialización”. El principal vocero de esa critica es el gobernador bonaerense, Axel Kicillof, admirador de José Gelbard y nostálgico del año 1974

Esas alquimias culminaron en 1974, un annus horribilis que el peronismo recuerda como el año de la “industrialización” justicialista, exhibiendo los indicadores de actividad industrial más altos de la historia y la mítica participación “fifty-fifty” de los trabajadores en el ingreso nacional. Sustentado artificialmente en controles, atrasos tarifarios e inflación reprimida, el Pacto Social terminó en el rodrigazo de 1975 que hizo caer, junto al accionar terrorista, al gobierno de Isabel Perón. Ese es el modelo grabado a fuego en el ideario peronista y símbolo de su alianza con un sindicalismo prebendario que continúa vigente, aún hoy, para frenar la modernización productiva.

Cincuenta años más tarde, si el reto es adaptarse o morir, se debe hacer al revés que en 1974 para no terminar en otro rodrigazo. Los economistas debaten si en la Argentina hay o no atraso cambiario. Pero para los empresarios concretos el tipo de cambio de equilibrio les resulta irrelevante si sus números no les permiten enfrentar importaciones de bajo costo y, mucho menos, conquistar mercados externos. Además de asegurar estabilidad fiscal y monetaria, el Estado debe disminuir la presión tributaria, bajar el costo de emplear, eliminar la industria del juicio y ofrecer flexibilidad laboral, reclaman.

Las empresas no deben dar empleo a cualquier costo, sino crear valor a precios internacionales para que el esfuerzo colectivo se transforme en riqueza verdadera

La Unión Industrial Argentina (UIA), alarmada por la eliminación del impuesto PAIS, el nuevo régimen de courier, las reducciones arancelarias, el fortalecimiento del peso y la devaluación brasileña, pide que se “nivele la cancha” para poder competir, demostrando, en un estudio técnico sobre el sector metalúrgico, la desmesurada carga fiscal y laboral que soporta. Advierte que, en la actualidad, todo el mundo aplica medidas de fomento y protección comercial frente a la expansión comercial china. Pero la llamada Ley de la Reducción de la Inflación (IRA) de Joe Biden prevé subsidios a las industrias para reducir emisiones que afectan el cambio climático y no para mejoras de productividad que deben financiarse privadamente. Los aranceles que anuncia Donald Trump para “hacer América grande de nuevo” serían una regresión poco analizada que impactará en el bolsillo de los consumidores. Un lujo que puede darse una nación de 334 millones de habitantes, con un PBI per capita de 83.000 dólares, pero no la Argentina.

En cuanto a la Unión Europea, es ilustrativo el Informe “El futuro de la competitividad de Europa”, desarrollado por Mario Draghi en 2024 y presentado a la Comisión Europea, donde se señala que la falta de inversión tecnológica, el mayor costo energético y la falta de dinamismo económico europeo comparado con Estados Unidos o China le hará perder el tren de la cuarta revolución industrial. Cerrar esa brecha requiere facilitar la innovación y adoptar la inteligencia artificial generativa, como eje central de la transformación industrial. En Europa no faltan talentos, pero las regulaciones los fuerzan a mudarse a Estados Unidos para concretar sus proyectos, levantar capital y, eventualmente, convertirse en unicornios.

Además de asegurar estabilidad fiscal y monetaria, el Estado debe disminuir la presión tributaria, bajar el costo de emplear, eliminar la industria del juicio y ofrecer flexibilidad laboral

La Argentina carece de un mercado interno como el estadounidense o la eurozona para postergar cambios que la propia Europa requiere. Para crecer debe comerciar y el Mercosur no es buen sustituto. Tampoco tiene recursos fiscales para fomentar o subsidiar como los países desarrollados. Pero ahora puede ofrecer a los sectores fabriles un riesgo país en baja para acceder al mercado de capitales y reformas estructurales que “nivelen la cancha” como lo pide la UIA. Aunque en ciertos casos eso no bastará pues, en una economía abierta, la competitividad no solo debe ser “puertas adentro” de cada empresa, conforme a la matriz productiva histórica de la Argentina, con sectores protegidos (automotor, electrodomésticos, neumáticos) o con empresas estatales (compre nacional), sino respecto del mercado internacional, crudo y duro. Eso implica que para algunas firmas, como las de commodities o con alta protección efectiva, subsistir “puertas afuera” les será difícil aunque se les “nivele la cancha”, por falta de escala, de tecnología, de precio o de calidad.

Basta leer el Informe Draghi para advertir que nuestro país no puede ignorar las profundas transformaciones que ocurren en el mundo y los esfuerzos inusuales que se requieren para dar satisfacción a las demandas de bienestar que requieren las sociedades modernas. Sin incluir los desafíos por el cambio climático, la prolongación de la vida, el costo creciente de la salud y la enorme variedad de nuevos derechos. Todo ello obliga a mejoras de productividad, aunque haya quejas y perdedores.

La pulseada por demorar las reformas hasta que se “nivele la cancha”, tomará su tiempo. Y su ruedo no será la academia, sino el campo de la política. El peronismo se frota las manos al augurar cierres de fábricas, pérdida de fuentes de trabajo, éxodo de técnicos, destrucción de capital humano y “desindustrialización”. El principal vocero de esa critica es el gobernador bonaerense, Axel Kicillof, admirador de José Gelbard y nostálgico del año 1974, en cuya jurisdicción se expande la pobreza, la inseguridad, la droga y la corrupción. Su corifeo, Máximo Kirchner, repite esas predicciones para no ser menos que el competidor de su madre.

De todos los impuestos distorsivos, solo el impuesto al cheque es nacional; el resto y las tasas municipales requieren apoyos de gobernadores no dispuestos a ajustar gastos

Lamentablemente, es el peronismo quien tiene la llave para reducir costos y hacer posibles las reformas estructurales y no el gobierno nacional. Disminuir la presión fiscal, bajar el costo de emplear, eliminar la industria del juicio y ofrecer flexibilidad laboral necesita aquiescencia peronista. De todos los impuestos distorsivos, solo el impuesto al cheque es nacional; el resto y las tasas municipales requieren apoyos de gobernadores no dispuestos a ajustar gastos. Alterar el régimen laboral, de contratación colectiva, de obras sociales o previsional requiere de amplios consensos legislativos sujetos a tejes y manejes cuyos tiempos ignoran las urgencias industriales.

Pero los cambios son inevitables, como en la Unión Europea. La Argentina se encamina a tener una moneda fuerte –y salarios altos– si las exportaciones de gas licuado, petróleo, cobre, litio y servicios crecen como se las proyecta. Ese nuevo paradigma también presionará, con Milei o sin él, para que la adaptación sea obligada y la baja de costos, ineludible.

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