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Mundos íntimos. Tuve un affaire en Alemania que terminó en una noche de drogas raras. No seguí, preferí decir hasta acá llegué.

Mis primeros días en Berlín fueron tristes. Nunca había estado en un país en el que no entendiera el idioma, estaba solo y el choque lingüístico fue demasiado fuerte. Tenía 20 años y me estaba quedando en lo de P, un conocido de Buenos Aires que vivía hacía algunos años allá y que muy amablemente me había ofrecido una habitación en el departamento de Neukolln donde él vivía. La ciudad me parecía excesivamente fea, aunque sabía que era imposible que lo fuera, porque todo el mundo se la pasaba hablando maravillas.

Mi rutina era simple: salía a caminar temprano, empezaba a tomar cerveza al mediodía y alrededor de las 19 volvía al departamento borracho para caer dormido hasta el día siguiente. Al cuarto día de detestar la ciudad, me desperté a las 10, atípico en mí, fumé un cigarrillo en la ventana, salí de la habitación, me duché y le conté a P el fracaso que venían siendo mis días. Dijo que no lo entendía y me recomendó un par de cosas para hacer en el barrio y empezar de cero.

Mientras paseaba usaba una aplicación gay de citas para divisar a los hombres del barrio, aunque no me animaba a hablarle a ninguno, ni a contestarle a los que me escribían. Esa misma mañana un hombre me escribió y me saludó en inglés. Me parecía lindo, por lo que al rato decidí contestarle. Cruzamos pocas palabras, expusimos nuestras nacionalidades, yo le conté que escribía y él me dijo que era fotógrafo. Era inglés, había nacido en Londres, pero había vivido casi toda su vida en Nueva York. Intercambiamos más fotos y me invitó a su departamento a tomar algo esa misma tarde. En otro momento la invitación me hubiera dado pudor y miedo, pero me sentía una tabula rasa de emociones y quería tomar el consejo de P, hacer como si los días anteriores no hubieran existido.

Imagen. Un retrato de Valentín realizado por Delfina Rebagliatti. Es una foto con cierta estética de esfinge (pero 100 % humana!). Quizás refleje las mismas extrañezas que sintió el autor aquella noche en Berlín.Imagen. Un retrato de Valentín realizado por Delfina Rebagliatti. Es una foto con cierta estética de esfinge (pero 100 % humana!). Quizás refleje las mismas extrañezas que sintió el autor aquella noche en Berlín.Volví al departamento a bañarme, arreglarme y volví a salir. Mientras caminaba hacia su dirección practicaba mi inglés, siempre me había dado vergüenza mi pronunciación. Llegué y toqué timbre, pasaron varios minutos sin respuesta y empecé a sentirme avergonzado. Una serie de pensamientos vinculados a mi autoestima y a la posibilidad de estar metiéndome en las garras de un impostor atacaron mi cabeza. En sus fotos parecía demasiado lindo y particular como para ser verdad. Empecé a considerar irme cuando de una ventana del primer piso salió el hombre de la foto sin remera y mojado, me pidió disculpas a los gritos, dijo que estaba en la ducha pero que ya bajaba. Estaba rapado, tenía el cuerpo cubierto de tatuajes y unos ojos muy claros. Mis manos empezaron a transpirar, bajó a abrirme y subimos en silencio. El departamento era hermoso, más aún que el de P, y la vara ya estaba alta. Me llevó directamente a su habitación y me invitó a sentarme en su cama con su chihuahua. Yo ya sabía cómo continuaría la historia: sexo express y me despacharía, pero contrariamente, me habló durante horas sin acercarse, él sentado en una silla a un metro de la cama.

La dinámica de la conversación era la de una entrevista, preguntando mucho sobre mí y revelando poco sobre él. A medida que la conversación avanzaba, el chihuahua iba ganando confianza y yo también. Pasó una hora y el perro ya estaba sobre mis piernas y yo lo acariciaba, a pesar de que apenas llegué había intentado morderme. El hombre reveló pocos datos, su nombre, que en este texto será L, y rápidamente empezó a mostrarme su trabajo como fotógrafo. Las paredes estaban cubiertas de fotos pegadas de distintos trabajos que había realizado para revistas de emblema, celebridades y artistas musicales que yo conocía y escuchaba activamente.

Entre los pocos datos que reveló, me contó que ese mismo día se había comprado un descapotable. Sin siquiera tener un contacto físico más que un saludo, después de dos horas de conversación, me invitó a pasear en el auto y accedí. Anduvimos por el barrio y me señaló obras arquitectónicas curiosas. Todo empezaba a parecer poco real, era mi cuarto día en esa ciudad y a mí me estaba paseando en un descapotable un desconocido que me parecía exageradamente sexy y simpático. Después de un par de horas de paseo, algunas cervezas y la pérdida total de mi timidez, empecé a notar que ambos sentíamos el final inminente de esa cita, que ya era demasiado larga y ni siquiera nos habíamos besado. Me llevó hasta la puerta del edificio de P, donde me besó y me propuso volver a vernos al día siguiente.

Soy fácil, rápidamente me enamoré y me empezó a gustar la ciudad. Paseábamos todos los días en el descapotable, la barrera lingüística se había derrumbado, el sexo era bueno y él era dulce, ya hablaba de venir a visitarme a Buenos Aires y de conocer a mis amigos. Incluso me había ofrecido pagarme un nuevo pasaje para que me quedara más semanas con él en Berlín, a lo que me negué porque tenía que volver a mi trabajo en Buenos Aires.

Una noche me citó en un bar, dijo que quería que conociera a algunos amigos suyos de la ciudad. Y no apareció. No pude dormir en toda la noche. Cada una hora agarraba el celular esperando que apareciera L y explicara el malentendido, pero no sucedía. No podía creer haber sido tan ingenuo. Al otro día me desperté con la cara hinchada por el llanto y corrí a agarrar mi celular. Nada. Salí a caminar y me empezó a disgustar la ciudad de nuevo. Me armé de valor y convertí la angustia en enojo y decidí no hablarle más. Me encontré con mi amiga artista Z, mi única amiga en la ciudad que acababa de llegar desde Madrid. Z me hizo entrar en razón y me dijo que todos los comportamientos de L respondían a las dinámicas de un psicópata. Hablamos mucho y volví al departamento de P con una mejor energía. Cuando llegué, recibí un mensaje de L en el que me pedía perdón, se había quedado sin batería y no me había podido avisar que habían cambiado de planes e ido a otro bar. No le creí, le dije que no me gustaba que me trataran así y que prefería que no nos viéramos más por un tiempo.

Esa misma noche planeábamos ir a una fiesta con Z y unas amigas suyas. Nos reunimos temprano en un parque, luego tomamos unos tragos en un bar y emprendimos camino al club. Mientras llegábamos, recibí un mensaje de L en el que me preguntaba qué haría esa noche. Me dijo que quería verme, conocer a Z y compensar el malentendido. Le contesté dándole mi ubicación y me dijo que vendría cuanto antes. Z no había conocido personalmente a L pero ya tenía muchas ideas sobre él. Entre las cosas que le había contado, le conté que él me había dicho que no se drogaba, lo que sorprendió a Z, porque en Berlín es raro que alguien como él no se drogue. Estábamos en la puerta del club fumando cuando apareció L, con un look muy extravagante y distinto a los que venía usando conmigo. Los presenté con Z y L se fue al baño. En ese intervalo Z aprovechó para decirme “Es imposible que esta persona no se drogue”.

Empezamos a bailar una música electrónica pesada y monótona. L bailaba conmigo, Z estaba a unos metros con sus amigas, y al poco tiempo L me preguntó si quería que fuéramos al baño a tomar ketamina, que él me podía compartir un poco. Me sorprendió que la teoría de Z se confirmara tan rápidamente y sentí decepción, este hombre dejaba de ser lo que parecía, pero la música estaba tan fuerte que era muy difícil entablar cualquier tipo de conversación al respecto. Igualmente dije que sí, fuimos al baño, tomamos y volvimos a la pista, fingiendo que la conversación en la que él negaba su consumo de drogas no había existido. Bailamos un rato con Z y sus amigas. Al rato L me preguntó si quería más, dije que sí y volvimos al baño. En el cubículo me confesó que también tenía una droga más, nueva en Alemania, un polvo color verde lima, L me dijo que se llamaba Mefedrona, que era “un pesticida para plantas, o algo así”. No lo pensé mucho y le dije que sí. Tomamos un poco de ambas y mientras L se arreglaba para salir del cubículo, sentí que mi entorno se pausaba.

El cóctel de drogas desarmó mi percepción muy rápidamente, los colores de mi alrededor viraban a negro. Me recompuse, L me preguntó si estaba bien, a lo que contesté que sí y le pedí que volviéramos a bailar. Mientras bailaba con L buscaba a Z con la mirada, no estaba en ninguna parte del club, seguramente había salido a tomar aire. Cuando dejé de buscarla empecé a sentir cómo mi visión ya no estaba a la altura de mis ojos, si no que sentía como que se elevaba y descendía. De a momentos veía como si yo midiera 3 metros de altura, pero rápidamente mi visión bajaba y veía a la altura de mis rodillas, como si tuviera mis ojos ahí. En un momento mi visión se elevó y no bajó más. Podía ver todo desde arriba, con detalle a todas las personas, al techo que no se veía desde abajo, al DJ que pasaba música, a Z con sus amigas en una esquina del club y por último, a L y a mí bailando. Inmediatamente pensé en cómo era posible que yo estuviera bailando si me encontraba acá arriba, a unos dos metros de donde veía el final de mi cabeza. Veía cómo mi cuerpo se movía, bailaba como bailo siempre, vagamente, y tuve el pensamiento conspiranoico de sentir que algo o alguien controlaba mi cuerpo, algo que no era yo. El asombro de la sensación rápidamente se disipó para que prevalezca solamente el miedo, me di cuenta de que así podía sentirse morir y de que mi cuerpo probablemente en cualquier momento se apagaría, desvanecería y yo seguiría viéndolo desde acá arriba. Sentía que me caía una lágrima pero no la podía ver ni tocar, no tenía brazos ni manos, las tenía abajo, yo simplemente era una consciencia elevada.

Al rato descendí, recuperé el control de mi cuerpo, aunque sin que me dejara de girar todo alrededor. Le dije a L que quería irme, me ofreció dormir juntos en su departamento y dije que sí. Ya había decidido que esta sería la última vez que nos veríamos y me parecía una buena despedida. Salimos del club y eran las 7 de la mañana, yo no entendía cómo había pasado tanto tiempo, sentía que había entrado hacía menos de una hora. Encontré a Z charlando a carcajadas con sus amigas en la puerta, nos despedimos y nos fuimos en un taxi. Llegamos al departamento de L, el chihuahua estaba muy molesto. Dormimos y nos despertamos alrededor de las 3 de la tarde. Fuimos a desayunar y L me contó sobre una fiesta que arrancaba esa misma tarde. Le dije que necesitaba bañarme y estar un rato solo.

Volví al departamento y reflexioné sobre lo que había pasado. No estaba enojado con L, no creía que nada de lo que había sucedido fuera de su responsabilidad más que de la mía y a fin de cuentas él me había hecho pasar unos días hermosos en una ciudad que no me gustaba. Le escribí agradeciendo la invitación y rechazándola. Me bañé y me fui a caminar. Estaba feliz, caía el sol, mi piel estaba radiante por haber bailado la noche anterior y me quedaban dos días en una ciudad que ahora sí tenía ganas de seguir conociendo. Sonreí y una última idea me alegró: era la primera vez que había andado en un descapotable.

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Valentín Etchegaray es poeta y traductor. Tradujo “Mi novio es un duende” de Lawrence Schimel y “The Evita Diaries” de Madonna. Sus poemas forman parte de las antologías “Ritual de amor”, “Ruge el bosque”, entre otras. En 2023 publicó su primer libro de poemas, “Debut”, que fue premiado por el Fondo Nacional de las Artes. Vive en Buenos Aires y le gusta leer, la música experimental y caminar por el centro de la ciudad de noche. Últimamente trabaja en la intersección entre música y poesía, realizando lecturas performáticas sobre soportes sonoros.