Pocas veces se dimensiona lo que puede guardar un registro escolar de hace 63 años, amarillento y olvidado en un armario. En el caso de Alfredo Daniel Salgado, fue la prueba de su huella en la región y del vínculo con su maestra, la que nunca lo olvidó. Esos papeles son unos de los pocos documentos oficiales que impiden que la dictadura termine de cumplir su cometido: el de borrarlo para siempre.
“Ellos necesitaban que alguien los mirara y yo no quería que terminaran perdidos”, dijo con ternura la docente Fanny Antoniuk de Ullmann, al hablar de los niños y niñas que tuvo a su cargo en varias escuelas de Roca y en la N°66 de J.J. Gómez. Alfredo fue uno de ellos.
El sistema dice que esta hija de ucranianos está jubilada, pero sus pensamientos no cambiaron de enfoque: quiere saber que sus alumnos estén bien, como quien todavía está pendiente de que no corran con los cordones desatados o de que hayan merendado antes de hacer los deberes. Por eso nunca pudo borrar lo que pasó con el más tímido, el inteligente, el que no se le despegaba en el patio, el que conversaba con formalidad, como un adulto en cuerpo de niño.
Cuando Fanny conoció a Alfredo, él tenía siete años y era uno de los 26 estudiantes que integraban el aula de 1° grado Inferior, turno tarde, en el viejo edificio de esa escuela de zona rural, bautizada “Manuel Arenaza”. El colegio había empezado a funcionar mucho antes en otro sitio de la provincia y hasta con otro número (el 63, en Río Colorado), pero desde 1926 se había establecido en Roca, primero como galpón de chapas de cinc en la intersección de Ruta 65 y Félix Heredia, para luego pasar, en 1934 a un terreno alquilado a los señores Slipchenco y Padylo. Allí estudiaron Alfredo y las siguientes camadas, hasta que una inundación en 1966 obligó al traslado definitivo de sede.
“Eran años muy tranquilos, de entornos familiares, donde la escuela era el centro de aglomeración de gente humilde, de mucho trabajo (…) la maestra era una segunda mamá para los chicos, que eran muy introvertidos, por eso ella se encargaba de conocerlos y de apoyarlos. Más allá de la cultura académica, ellas transmitían enseñanzas de vida, incluso para suplantar las limitaciones que pudieran llegar a tener los papás», contó el vecino Raúl Pagliacci, estudiante de la Escuela 66 en esos años. Su prima Norma también cursó allí, junto a Alfredo, como otros tantos, de apellidos Trovarelli, Silvetti, Merino, Reyes, Jaramillo, Quesada, Briones.
Según el contexto que evoca Raúl, las mayores fuentes de trabajo de las familias en esa época eran cuatro: el frigorífico Fricader, un aserradero muy grande llamado «Cascada», la bodega “Humberto Canale” y la fábrica de conservas de tomate “PAC”. En ésta última trabajaba Adolfo Salgado, el padre de Alfredo, como administrativo, controlando stock de insumos.
Así lo recordó Ángel Neyra y otros antiguos pobladores del lugar, pero para saber al respecto RIO NEGRO logró dar con Guillermo, el menor de los hijos del matrimonio con Gioconda Antonieta Contini, quien confió la historia de su familia. Actual integrante del staff del teatro Colón, este pianista roquense radicado en Buenos Aires contó que llegaron a la región por las búsquedas laborales de Adolfo, por eso vivieron en Gómez, pero también en Cipolletti, donde nació Alfredo, además de una casa en el centro de Roca y también en Regina. “Cuando conocimos a la maestra Fanny, mi mamá la admiraba tanto que quiso que yo también estudiara con ella. Recuerdo haber visitado su casa”, contó este hermano 14 años más chico que Alfredo. Clara y Ofelia son las hijas restantes, establecidas en provincia de Buenos Aires e Inglaterra, respectivamente.
Quizás por herencia simbólica, ese mismo oficio paterno fue el que siguió Alfredo cuando vivieron en Buenos Aires, donde terminó el secundario en el Colegio Nº 8 “Julio A. Roca”, hasta que consiguió trabajo en una empresa de turismo, seguida por un puesto en una fábrica de muebles, llamada “Escandinavian”, del barrio de Villa Del Parque. Era divertido y también dibujaba.
Guillermo estima que allí conoció la militancia y se sumó al ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), algo que trajo discusiones en su hogar, porque defendían la búsqueda de una sociedad más justa, igualitaria, pero jamás acordarían con la lucha armada y el estilo “guevarista”. “Papá era socialista, de la línea de Alfredo Palacios [defensor de los derechos civiles para la población más vulnerable], pero estiman que Alfredo en un viaje de varios meses a Jujuy, fue con la intención de entrenarse para la guerrilla. “Volvió con un montón de regalos”, registró el niño de aquellos años. Guillermo tenía siete años cuando todo pasó.
Con ese panorama, cuando Adolfo vio que la participación de su muchacho se estaba tornando peligrosa, anunció: “Nos volvemos a Roca, hablo allá para volver a la PAC”, con el objetivo de protegerlo, pero nunca llegaron a cumplirlo. La última vez que vieron a Alfredo con vida fue justamente a la salida de la fábrica, el jueves 29 de abril de 1976, a poco del comienzo de esa época nefasta. Hoy sospechan que fue entregado a cambio de la libertad de integrantes del ERP con mayor rango, que buscaban el exilio. Estaba en pareja con Silvia, que también habría sido secuestrada, según datos del Archivo Provincial de la Memoria rionegrino.
La noticia no tardó en llegar al Valle y Fanny se enteró el día que Gioconda vino a pedirle ayuda, porque no lograban encontrar a su hijo. “Yo no sabía lo que estaban haciendo”, se reprocha ella todavía hoy, como queriendo retroceder el tiempo.
Desde entonces los Salgado presentaron habeas corpus, recorrieron comisarías, asistieron a las visitas de Amnistía Internacional y hasta aportaron sus muestras al banco de ADN, aunque no hubo juicio por lo que pasó. Ambos padres fallecieron, en 2009 él, en 2011 ella, con la angustia de no tener dónde llevarle una flor. “Mamá nunca volvió a ser la misma, hasta la desaparición fue una y después otra, recuerdo sus suspiros de amargura”, reconoció Guillermo.
“Te esperamos hijo querido, como si nada hubiera pasado, con la frente en alto, como un hombre”,
le escribió Gioconda en una carta que atesoran. Pasaron décadas sin contacto, hasta que este rastreo permitió que Fanny pudiera volver a ver a su niño en una foto, convertido en adulto, antes de su desaparición. “Dios te cuida, ya nos vamos a volver a ver”, le dijo ella, besando la imagen en blanco y negro.
A falta de certezas sobre su desenlace o el paradero de sus restos, es el nombre de Alfredo esa valiosa referencia de identidad que sigue leyéndose en homenajes y recordatorios por el “Nunca Más”. Todavía lo llaman las letras del memorial en Cipolletti, un árbol en la Facultad de la UNCo en Roca, una baldosa en su escuela secundaria porteña, en los paredones del Parque de la Memoria, también en CABA, y hasta una mención en “La llamada”, el último libro de Leila Guerriero. El próximo martes 24 de diciembre hubiera podido levantar la copa para brindar por su cumpleaños N°70.
El rol de las organizaciones y el Archivo Provincial
Para el seguimiento de este tipo de búsquedas y el apoyo a testigos en las causas judiciales vigentes trabaja arduamente el Archivo Provincial de la Memoria, creado en Viedma en 2008, por Decreto 139. En el caso de Alfredo, también aguardaban datos suyos desde el grupo de Víctimas del Terrorismo de Estado en Cipolletti.
Ambos equipos lamentaban la poca información que había sobre su caso para fortalecer el ejercicio de la memoria, por eso fueron tan valiosos los dichos de Fanny Antoniuk y la colaboración de la vicedirectora de la Escuela 66, Nancy Ambrado, para el acceso a los archivos. Este tipo de apoyo es el que se busca desde la Secretaría de Derechos Humanos, para ejercer los lineamientos establecidos, más allá de las gestiones o las ideologías.
La falta de colaboración, explicó Roberto Ferraro, presidente del Archivo y titular del área provincial, sería una “contradicción”, porque Educación y Derechos Humanos son parte del mismo Ministerio. Incluso en este contexto de ajuste y cambios, “las políticas de Memoria, Verdad y Justicia siguen tan vigentes como el primer día”, concluyó.