Partiendo del principio de que todo trabajo, para hacerlo bien, requiere, una actitud personal que lo distinga como un servicio a un semejante y no reducirlo sólo a la necesidad loable de ganarse el sustento, no ofrecerá un buen servicio, quien sólo cuente con destreza en la ciencia, la técnica o el arte de la función que ha de cumplir. Será inexcusable, que provenga de un individuo que, acudiendo a una calificación simple, usual, podríamos aludir como un buen hombre.
Partiendo del principio de que todo trabajo, para hacerlo bien, requiere, una actitud personal que lo distinga como un servicio a un semejante y no reducirlo sólo a la necesidad loable de ganarse el sustento, no ofrecerá un buen servicio, quien sólo cuente con destreza en la ciencia, la técnica o el arte de la función que ha de cumplir. Será inexcusable, que provenga de un individuo que, acudiendo a una calificación simple, usual, podríamos aludir como un buen hombre.
Y si consideramos que quizás la función más difícil y relevante que ha de asumir un ser humano es aquella que consiste en procurar alcanzar el bienestar, la justicia, las libertades, la seguridad, la prosperidad para cada uno de los millones de ciudadanos que conforman una nación, esa cualidad esencial del hombre de bien, adquiere la condición de vital y obligatoria para quien aspire a honrar esa función.
Pero para el cumplimiento del trascendental cargo, como lo es el de presidente de una nación, que asuma la categoría de estadista, que no es un simple gobernante, sino «una persona con gran saber y experiencia en los asuntos del Estado», según la Real Academia Española, exige una condición personal que se relaciona con su equilibrio e inteligencia emocional, imprescindible para absorber las numerosas cuestiones que habrán de presentarse para su decisión que, en ocasiones, deberán ser adoptadas con presteza y con la exigencia de la mínima contingencia de error, siendo que en algunas de ellas, estarán comprometidos la fortuna o la desventura del país.
Y es tan importante ser poseedor de esa condición, como que la inteligencia emocional es la capacidad de un ser humano de reconocer sus propias emociones y las de su prójimo y utilizar esa información en las decisiones que ha de tomar, permitiéndole adaptarse al medio en el que actúa y adecuar esas emociones al objetivo que persigue con su decisión. La falta de capacidad en el manejo de las emociones es lo que se denomina el analfabetismo emocional, que no sólo dificulta la toma de decisiones apropiadas, sino que acarrea otros perjuicios, como la falta de adaptación social y las contrariedades y conflictos en las relaciones interpersonales.
Trasladando estos parámetros a la personalidad del presidente Javier Milei y reparando en el reincidente modo de tratar a algunos semejantes, con agresivos e injuriosos insultos, desprovistos de todo respeto, no sólo al agraviado, sino a su propia investidura, ultraje nacido de su intemperancia y su rechazo a la opinión ajena que no coincida con la suya, es verosímil reflexionar con preocupación, en la calidad de la inteligencia emocional de nuestro presidente.
Numerosos hechos comienzan a inquietar a una parte de la población que participó con su voto en la conquista del gobierno por la LLA. Son precisamente, aquellos ciudadanos que, hartos de soportar la decadencia en todos los ámbitos y que afectó prácticamente a la totalidad de la escala social, con un temor cercano al pánico por la posible continuidad de un kirchnerismo inepto y corrupto, decidieron inclinar su preferencia, no teniendo otra alternativa para evitar la continuidad de un régimen funesto que apoyar con su voto a quien ofrecía también el propósito de un cambio drástico, aunque recelando de los insólitos modales y algunos proyectos con traza de ficción, de un exótico experto en economía, aunque manifiesto improvisado en materia política. Pareciera que el persistente respaldo al gobierno, nunca verificado antes por tanto tiempo, como fue en cambio la impaciencia expresada al gobierno de Macri con un enojo desmesurado, ya se funda, más que en la esperanza en la recuperación del país, en el horror a un fracaso que favorezca el regreso del kirchnerismo, que es a lo que condujo aquel enojo.
Aunque ello no signifique restarle deseo de un éxito en la acción de gobierno, esa población, que sigue soportando necesidades todavía insatisfechas, en su humor social ya comienza a verificar que los principios de una democracia republicana, están siendo ignorados, por un sistema que va adquiriendo el matiz de un régimen político que se sustenta en un círculo áulico, que funciona como un poder paralelo en las sombras, dominado por una especie de comisario político a quien, sin asumir ningún cargo efectivo y, por tanto, sin responsabilidad por sus actos, como exige el sistema republicano, se le permiten atribuciones exorbitantes, como trazar directrices de acción en los distintos ministerios, que son sumisamente acatadas incluso por los propios ministros, con alguna rara excepción tal el caso de la ministra Sandra Pettovello, como también nombrar y remover funcionarios, en una carrera que ya lleva más de cincuenta desplazados.
Pero la gravedad del pronóstico que este sistema de gobierno paralelo augura, se manifiesta con más alarma, cuando se comprueba que el descomunal poder con el que se ha investido a ese personaje, ha absorbido el manejo de un organismo tan cuestionado como resbaladizo, la SIDE, que ha sido desde hace mucho tiempo una guarida de espías dedicados a cuestiones ajenas al interés del estado y que ahora ha requerido el aporte de 100.000 millones de fondos reservados.
Y peor aún, lo que el periodista Claudio Jacquelin ha denominado en un esclarecedor artículo publicado por el diario La Nación el 5 de agosto pasado, el secretismo decretado para el control total del poder destinado, por una parte, a mantener actos de gobierno en las sombras y el oscurantismo y por otra el control de la comunicación sobre la agenda pública, es decir instalar en la opinión de la sociedad, los temas que favorezcan el consenso de la población y la reputación del gobierno.
Estas son prácticas propias de regímenes autocráticos, que tuvieron personajes expertos en la aprobación y el elogio. Y que colisionan con los principios del sistema republicano como son, entre otros, la publicación de los actos de gobierno y la responsabilidad de los funcionarios.
Ahora bien, si regresamos a la consideración de la personalidad y la aptitud para gobernar sus emociones del presidente Milei, debemos detenernos en su actitud asumida de renunciar a atender determinados asuntos, cediendo su atención a un subalterno de su entorno, dejando en sus manos la decisión, simplemente porque desdeña o aborrece el tema, y entonces debemos preguntarnos si esa renuncia parcial a ejercer el poder y la responsabilidad consiguiente, no constituye el síntoma de una deficiencia en su inteligencia emocional, que indique una dificultad para ejercer el cargo.
Porque si la inteligencia emocional, supone la capacidad de discernir entre los diferentes sentimientos para catalogarlos, calificarlos y seleccionarlos en la toma de decisiones, es razonable deducir que el simple desprecio o indiferencia por algún tema o situación que lo conduzca a no atenderlo, renunciando a la responsabilidad que le ha sido adjudicada configura, al menos el síntoma de un desarreglo en su inteligencia emocional, con las consiguientes consecuencias, en la capacidad de conducción. Al menos, parece ser una falta de compromiso como primer mandatario, de interesarse en todos los asuntos de gobierno, decidiendo limitarse, entre otros, a los temas que cautivan su afinidad y reconocido conocimiento profesional.
Y todo ello está en contradicción con la transparencia institucional, cuya ausencia ha sido una de las adversidades que debió soportar la nación, en manos de esa casta que el presidente ha prometido erradicar, siendo que esa transparencia es el ámbito en el que el ciudadano puede ejercer su derecho al control de los actos de gobierno, su libertad cívica por excelencia, valor tan apreciado por el señor Milei y que es garantía del sistema republicano y la atmósfera sublime para obstruir la tentación de la corrupción.
Pulsando la sensibilidad popular, nos atrevemos a identificar un vastísimo grupo de ciudadanos que, habiéndose alineado con un gobierno como último recurso a la posibilidad de un cambio sustancial, hoy sigue deseando y apoyando el éxito del gobierno, pero que también desea requerirle que no cometa el error de apartarse de la sobriedad, la templanza y adherir al acatamiento de las reglas de la democracia y la república.
Ya escuchamos un murmullo que quiere empinarse en grito: por favor, Javier, no cometas errores que pueden conducir a la posibilidad de una frustración que nos atormenta.