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La economía digital plantea desafíos en el trabajo

Vivimos en una era de profundas transformaciones tecnológicas, económicas y sociales. Todos los días se acuñan términos nuevos: inteligencia artificial estrecha; robótica cognitiva; aprendizaje autónomo; fabricación aditiva inteligente; economía digital. Todas ideas y conceptos salpicados de imágenes que hacen referencia a un espíritu laboral libre y flexible; signo de una era en la que hay todo por descubrir y por lograr.

Vivimos en una era de profundas transformaciones tecnológicas, económicas y sociales. Todos los días se acuñan términos nuevos: inteligencia artificial estrecha; robótica cognitiva; aprendizaje autónomo; fabricación aditiva inteligente; economía digital. Todas ideas y conceptos salpicados de imágenes que hacen referencia a un espíritu laboral libre y flexible; signo de una era en la que hay todo por descubrir y por lograr.

Se dice que, como trabajadores, vamos a quedar liberados de las imposiciones de una carrera o de un trabajo que no nos satisfaga; que vamos a tener la oportunidad de ser «empresarios», «emprendedores» y «dueños de nuestro destino». No es descabellado pensar que quienes abogan por una libertad laboral infinita, en realidad sólo busquen esclavizarnos. A fines del año pasado Elon Musk declaró que llegará un momento en el que «no se necesitará ningún trabajo», gracias al «genio mágico de la IA que podrá hacer todo lo que deseemos». Un disparate a la altura del sumo sacerdote que él es de esta nueva religión llamada «economía digital». Un sistema de posibilidades infinitas para unos; algo deshumanizante, vigilante, extractivo y expropiador para otros.

«Economía digital»

La «economía digital» es mucho más que el mero sector de la tecnología. De hecho, éste es una ínfima parte de la economía total que, en Estados Unidos, sólo aporta menos del 7% del valor agregado de las empresas privadas y emplea a menos del 2,5% de la fuerza laboral.

Se podría decir, mejor, que la «economía digital» se refiere a aquellos modelos de negocios que dependen de un uso intensivo de tecnologías de la información, datos e Internet para poder funcionar. O sea, atraviesa a todos los sectores imaginables y, por ello, se convierte en una infraestructura esencial de la cual depende el funcionamiento de la economía global. La «economía digital» deviene infraestructura, plataforma y base de la economía global; y se convierte en el faro que apalanca el crecimiento económico global en un contexto que, de otro modo, luciría estancado. Así, la tecnología se vuelve «sistémicamente» importante; tanto como lo son las finanzas y los instrumentos financieros. Además, se vuelve hegemónica: las ciudades tienen que ser inteligentes; los negocios deben ser disruptivos; los trabajadores tienen que ser flexibles; los gobiernos deben ser austeros y capaces.

Se hace difícil separar a esta economía digital de las economías de plataformas; que lo dominan todo. El mantra de la era dice que dentro de estas plataformas -y sólo dentro de ellas-, quienes trabajan duro y «se diferencian» pueden sacar ventajas de los cambios y triunfar. Y no se trata de tener una buena idea. La mayoría de las veces sólo se trata de reciclar ideas viejas que ahora la tecnología hace viables en términos económicos o en otros factores, por ejemplo, ambientales. Más a fondo. En realidad, sólo se trata de resolver una necesidad eliminando fricciones.

Hay todo tipo de fricciones; desde comisiones impuestas por capas intermedias hasta trabas burocráticas, regulatorias o estatales. Durante una primera etapa, se avanzó en la des-intermediación instalando las primeras y más rudimentarias «plataformas». Nuevos intermediarios que, por tamaño y escala, fueron eliminando o subsumiendo a todo intermediario por debajo de ellas. Ahora estamos entrando en una segunda etapa; una que elimina las regulaciones estatales y la mayor fricción de todas: el trabajo humano. Suena espantoso pero el trabajo humano ha sido siempre la mayor «fricción» de todas. Desde los trabajos más rudimentarios hasta aquellos que requieren de los más altos niveles de especialización, y que comienzan a ser cubiertos por inteligencias artificiales estrechas, las nuevas joyas del «capitalismo digital».

Educación y trabajo

El sistema educativo global se forjó a la luz de la Segunda Revolución Industrial ante la necesidad de formar trabajadores que pudieran cubrir los millones de puestos de trabajo que se creaban.

De la mano de Henry Ford y de Frederick Winslow Taylor surgieron los sistemas masivos de producción y el principio taylorista de la organización del trabajo. «El trabajo de cada trabajador está completamente planificado por la administración con al menos un día de anticipación, y cada hombre recibe en la mayoría de los casos instrucciones escritas completas que describen en detalle la tarea que debe lograr, así como los medios a ser utilizados en ella»; dice, textual, Taylor en su famoso «Principios de la Administración Científica», de 1911. En la película «Tiempos Modernos», me pregunto quién remeda a quién; si Charles Chaplin al trabajador o al revés.

La Tercera Revolución Industrial introdujo mayores especializaciones laborales y educativas. Explotaron las diferencias, tanto en los productos «personalizados»-; como en los trabajos, que requerían de una mayor especificidad. De la mano de esta «diferenciación laboral» surgieron diferencias salariales importantes.

Si en la primera y segunda revolución industrial, la diferencia de clase se basaba entre ser dueño del capital versus ser dueño del trabajo; en la Tercera Revolución esta diferencia se ganaba a fuerza de contar con mayores niveles educativos y mayores especializaciones. Florecieron, por ejemplo, médicos con varias titulaciones; o ingenieros con doctorados y conocimientos cada vez más raros y desconocidos para el público general.

La Cuarta Revolución Industrial pone el foco en la productividad. El mantra «eliminar las fricciones» borra capas redundantes y acelera la des-intermediación. Robots industriales reemplazan con éxito a los hombres pre – automatizados por Taylor y las «economías de plataformas» se extienden desde las áreas de logística y de servicios hacia toda la economía global; barriendo con límites regulatorios e impositivos.

Explotan las «Inteligencias Artificiales Estrechas», esas que superan al hombre en varios órdenes de magnitud en un campo de aplicación específico, y que desplazan al hombre de muchas de estas especializaciones. ¿Para qué usar ingenieros en el diseño de Inteligencias Artificiales -que requieren gran cantidad de años para formarse, a muy altos costos-, cuando inteligencias artificiales estrechas creadas para eso dan -más rápido-, con diseños mucho más eficientes?

Más genérico, ¿para qué especializarse tanto, con los costos que esto implica, si luego no se podrán afrontar siquiera las cuotas de los créditos estudiantiles asumidos? El llamado «efecto Robin Hood»: la IA reemplaza la calificación eliminando la diferenciación por especialización y nivelando hacia abajo. No es casualidad que, en casi todo el mundo, los salarios se hallen a la baja de manera sostenida. Tampoco que se verifique una gran crisis en el sistema educativo superior global.

Licuificando el trabajo

La Tercera Revolución Industrial inauguró un proceso en el que el uso intensivo de tecnología distanció a los sistemas de producción del mundo laboral. El trabajo perdió su vínculo con el mundo físico y este se hizo intangible e inmaterial. El capital, cada vez más libre de la vinculación con una mano de obra a la que necesita menos; depende ahora de hacerse de la propiedad de las máquinas y de la IA. Como las máquinas comienzan a ser capaces de autorreplicarse, alimentan un proceso de acumulación de riqueza que, a su vez, incrementa la inequidad.

Las grandes plataformas se consolidan. Las viejas empresas industriales -símbolo visible del «viejo progreso»-, son superadas por modelos empresarios de formas abstractas. Empresas «extraterritoriales y supranacionales» que se ubican en lo que el sociólogo Manuel Castells llama «espacio de flujos», fuera de los ámbitos nacionales y políticos de control; que quedan reducidos a «espacios de lugares». Aquí radica un cambio radical porque el «poder real» reside en el «espacio de flujos» de Castells, y no en los Estados -los «espacios de lugares»; quedándoles a estos sólo un rol de control administrativo y policíaco; no mucho más.

El proceso persevera en una búsqueda incesante de maximización de beneficios, de acumulación de capital y de reducción de fricciones, entre ellas del trabajo, que seguirá siendo la mayor fricción que el capitalismo encuentre en su evolución hacia su futuro. Y los Estados perseveran, asimismo, en la reducción de sus obligaciones mínimas corroyendo las bases que le dan sentido y que justifican su existencia. Combo terrible que nos hace perder de vista que podríamos terminar siendo la variable de ajuste de todo el sistema.

En un extremo, podríamos llegar al extremo donde, de un lado, sólo queden las máquinas, sus pocos propietarios y dueños del capital y, del otro, a quienes sólo puedan ofrecer alguna forma de «fuerza de trabajo»; sea cual sea la forma que esta pueda adoptar-; «vendida» al precio que esta «contribución» -masiva y pauperizada- pueda llegar a valer.

Mientras escribo estas líneas -de casualidad- escucho la canción de «The Smiths», «I was looking for a job, and then I found a job / And heaven knows I’m miserable now» («Estaba buscando un trabajo, y entonces lo encontré / el cielo sabe cuán miserable soy ahora»). Ojalá no estemos corriendo hacia ese siniestro lugar.