Por Carlos del Frade / Diputado Provincial de Santa Fe por el Frente Amplio por la Soberanía.
El obispo de San Nicolás, Carlos Horacio Ponce de León, fue asesinado el lunes 11 de julio de 1977. Hace 47 años que la cúpula eclesiástica argentina dice poco y nada sobre este homicidio contra alguien que se jugó como lo hizo Cristo contra los mercaderes del templo. Por eso es necesario recordar aquellos hechos.
Desde entonces, su pastoral fue desterrada y olvidada. Y nadie, desde el interior mismo de la institución iglesia se ocupó de aclarar el final del sacerdote ni tampoco se reparó en la documentación de una historia de diez años en San Nicolás de los Arroyos.
Hay poca memoria oficial sobre Ponce de León. Hay una clara y notoria diferencia con lo sucedido con Enrique Angelelli, el obispo riojano y hasta con los sacerdotes palotinos.
El obispo de San Nicolás molestaba a todos los factores de poder de la ciudad y de la principal provincia argentina, Buenos Aires.
Y ese enfrentamiento viene desde la propia asunción del obispo.
La privatización de SOMISA a principios de los años noventa convirtió a la ex ciudad obrera en una tierra de cuentapropistas y actividades vinculadas con los servicios. En esos mismos años se desarrolló de una manera geométrica el culto a la Virgen del Rosario luego de su supuesta aparición el 25 de setiembre de 1983.
La ciudad de María no tiene ninguna relación con la ciudad de conciencia cristiana comprometida por la que había trabajado Ponce de León.
Aunque resulte exagerado, por lo menos en primera instancia, el contraste entre la religiosidad que buscaba el protagonismo popular incentivada y promovida por Ponce de León y el culto individualista que espera una solución milagrosa que se mueve detrás de las masivas concentraciones de cada 25 de setiembre, es muy grande.
La Virgen del Rosario resultó funcional a la destrucción de la pastoral de Ponce de León. Queda claro que no es culpa de la Virgen pero si de los sectores que desde los tiempos del obispo asesinado alentaron otra forma de iglesia vinculada a los privilegios de pocos. La Acción Católica, gran parte del clero diocesano, los empresarios vinculados a la ex SOMISA y los principales dirigentes políticos y gremiales de la Unión Obrera Metalúrgica, jamás promovieron ninguna investigación seria sobre el final de Ponce de León.
Simplemente porque el obispo los molestaba.
La Virgen del Rosario, en cambio, le es funcional.
Multitudes de cientos de miles consumen durante días diversos servicios que les ofrece la ex ciudad obrera. Millones de pesos quedan en el municipio.
De ciudad obrera a ciudad de turismo espiritual, de ciudad que promovía un cristianismo de transformación social a ciudad que auspicia la contemplación y la espera desesperante de un milagro individual, de ciudad trabajadora a ciudad de cuentapropistas.
Pero más allá de estas transformaciones, los intereses que criticaron a Ponce de León no solamente se mantuvieron sino que crecieron en influencia económica, política y religiosa. Los empresarios privados vinculados a la ex acería estatal se quedaron con el gran negocio; los dirigentes sindicales continuaron en sus puestos aunque seis mil obreros quedaron en la calle; los laicos que denunciaron al obispo como comunista multiplicaron sus patrimonios y los sacerdotes relacionados con todos esos sectores fueron ascendidos en la carrera institucional.
Los que mataron a Ponce de León les hicieron un gran favor a los actuales privilegiados de San Nicolás, en particular, y de la provincia de Buenos Aires, en general.
Pero, ¿quién mató al obispo?
Hay una conclusión de Emilio Mignone, gran militante cristiano que sufrió la desaparición de su hija durante del terrorismo de estado, que anota en su imprescindible libro “Iglesia y dictadura” y que resulta sugestiva pero necesaria a la hora de pensar el origen del asesinato: “La dictadura militar encontró al episcopado en un estado de ánimo propicio para esos argumentos. Los cambios copernicanos producidos por el Concilio Vaticano II (1962-1965) y los documentos aprobados en la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968), produjeron una fuerte crisis interna en la Iglesia argentina; sorprendieron y desbordaron a los obispos, que no estaban preparados para encabezarlos y conducirlos. Los desenvolvimientos políticos de la década del 70, en parte producto de esa conmoción, terminaron por asustarlos. Su única preocupación consistió, entonces, en encontrar la forma de sacarse de encima a los perturbadores y volver al antiguo orden. Los militares se encargaron, en parte, de cumplir la tarea sucia de limpiar el patio interior de la Iglesia, con la aquiescencia de los prelados”.
La camioneta que impactó con precisión asesina contra el Renault que conducía el obispo venía recorriendo un largo camino.
Era una ruta que funda su línea de largada en San Nicolás y en los intereses que claramente se mostraron molestos e incomodados por su pastoral.
Aquel hecho del 11 de julio de 1977 fue presentado como un accidente. Tal como habían hecho el 4 de agosto de 1976 con Angelelli.
Pero a esa máscara impuesta, se le sumó la destrucción de la memoria de la pastoral de Ponce.
Dos veces lo mataron a Ponce de León, entonces.
Cuarenta y siete años después es necesario preguntarle a la cúpula eclesiástica argentina, por qué.